jueves, 7 de mayo de 2020

Felipe y Tomás (10 de Mayo)


¿Pueden dos personas pasar semanas, meses, incluso años, viviendo juntas y a pesar del tiempo y la cercanía decir que no se conocen? ¿Se puede compartir, camino, casa, mesa,  incluso lecho, con alguien sin llegar a conocerlo en profundidad? 

¡Pues sí! La experiencia enseña que dos personas que comparten muchas cosas (esposos, hermanos, compañeros de estudio o trabajo, etc.) pueden no llegar a compartir lo más sagrado: su interioridad. Se comparten cosas (tiempo, dinero, espacio, aficiones, ideas...incluso los propios cuerpos, como en el caso de los esposos y/o amantes), y sin embargo, el corazón, la identidad personal del otro, puede permanecer ajena, extraña y lejana.

Felipe

Algo así le pasó a Felipe. Había compartido con Jesús los caminos, la mesa, el trato cercano y directo; le había oído hablar una y otra vez del Padre, incluso le vio hacer milagros. En el tiempo que llevaba con Él le había sorprendido su grandiosa sencillez, su modo de conjugar la voluntad del Padre con su libertad inaudita ante los hombres,... pero aún no le conocía afondo, no había entrado en el misterio de Dios que era Jesús. En lenguaje teológico actual  podríamos decir que conocía al Jesús histórico, pero  aún no se había acercado al Cristo de la fe.

Por eso, en su ignorancia hace a Jesús una petición: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Y Jesús le responde como con palabras a la vez duras y cariñosas: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,8-9).

Felipe, discípulo y apóstol, estaba en la primera fase de su conocimiento de Jesucristo. Le fascina su humanidad. Pero su persona encierra un misterio que el Evangelio de san Juan, con claro enfoque pospascual, va poniendo poco a poco en evidencia: su divinidad.  Todos los signos que hace y las palabras que dice Jesús tienen como finalidad mostrar ese misterio; el evangelio ha sido escrito "para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre" (Jn 20,31)

Cada uno de nosotros podemos pasar años siguiendo a Jesús, oyéndole, contemplándole en su deambular evangélico por Galilea, Samaria y Judea, etc., pero puede que aún no nos hayamos dado cuenta de que Jesús es el rostro visible del Padre Dios. La humanidad de Jesús nos fascina, porque nos atrae su abundante ternura y misericordia. Su muerte la asimilamos como final lógico de un hombre bueno en medio de los malvados. Sin embargo, el hecho fundamental de su divinidad que es la resurrección, no es tan fácil de digerir por nuestra mentalidad positivista. 

Y aquí entra en juego la contemplación serena, la consideración de Jesús "desde la otra orilla", la consideración de la persona de Jesús más allá de sus obras: "¿Quién es este...?" (Mc 4,41, Lc 7,49; 9,9; ; Mt 21,10);   y, lo más importante, sólo se accede al "secreto de la persona de Jesús" con la convicción de que entrar en ese misterio divino  es puro don de Dios. "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo", dijo Pedro en Cesarea de Filipo, y Jesús le responde "¡Dichoso  tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16,16-17).

Se encarnó por obra del Espíritu Santo,  y se hizo hombre", reza el credo. "Dios hecho hombre". Una afirmación que tal vez por ser tan excesivamente proclamada y oída en ámbitos doctrinales y litúrgicos ha perdido fuerza e impacto vital. Si nos permitiéramos una encuesta entre los que se dicen cristianos, tal vez nos sorprendería la cantidad de arrianos -así se llaman los que despojan a Jesús de su carácter divino- que existen en nuestra iglesia. 

Son muchos los que aceptan la humanidad de Jesús en su ser y en su manera humana de actuar, pero no tantos los que se atreverían a aceptar la palabra de Jesús cuando dice que "quien me ve a mi ve  al Padre" (Jn 14,9) o "el Padre y yo somos uno" (Jn 10,30).

Seamos sinceros. Lo que el mundo cristiano de hoy necesita es incidir un poco más en la divinidad de Jesús. Tal vez en  tiempos de excesivo pietismo necesitó apuntalar su humanidad, pero cuando el activismo y la exterioridad parecen ser lo único valioso, no vendría mal una dosis de interioridad y mística. 

Olvidamos que Jesús, según el parecer de los estudiosos de su persona, fue creciendo en la toma de conciencia de su especial filiación divina; y no hay duda de que su obrar misericordioso es fruto de su conciencia de ser Hijo del Padre de la misericordia. Así también nosotros, tomando conciencia de nuestra filiación divina ("somos hijos de Dios"), somos movidos también a crecer también en humanidad, como Jesús. 

El punto de referencia de lo que somos lo tenemos en Él. Acercándonos, conociéndole, nos acercamos al corazón de Dios, a su misterio; y aprendemos que somos hijos en el Hijo (cf Rm 8, 16-17), y asumimos las cualidades de su ser. 

La catequesis más excelsa sobre el Padre Dios es la que nos da el Hijo Dios. Los evangelios son el testimonio de su paso entre nosotros, de su cercanía. No creemos en  un Dios lejano y ajeno, sino cercano y familiar, que comparte nuestras vidas y puede ser contemplado en nuestra historia. Es algo inaudito, pero real; es la grandeza del cristianismo.


Tomás


Tomás, como Felipe,  también pide explicaciones. Este apóstol resume en sus actitudes algo tan humano como las dudas de fe. “Los discípulos le decían: -Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20,24-25). 

Había escuchado con atención las palabras de Jesús: “os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y a donde yo voy ya sabéis el camino” (Jn 14,3-4); y Tomás pide aclaración: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? Y Jesús le responde: yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14, 5-,6).

Jesús revela a Tomás y a nosotros algo inaudito: para ir al Padre no hay unos caminos (moral, normas de comportamiento), ni unas verdades (dogmas, filosofías, doctrinas), ni unas energías naturales (fuerzas cósmicas).  A Dios sólo se llega por medio de una persona: Jesucristo. 

"Yo soy el camino, la verdad y la vida". No consiste la salvación en que nosotros salgamos a la búsqueda de un camino, una verdad o un amor, sino en que dejemos que el Camino, la Verdad y la Vida, es decir, la persona de Jesús, venga a nosotros. Se trata de dejarnos encontrar por Dios (dar paso en mí a la gracia), dejando atrás la idea de llegar a Él por caminos voluntaristas o mágicos (cumplimiento de una ley, dominio de unas técnicas, esoterismo). Tomás y Felipe buscaban, pero su vida no cambió definitivamente hasta que ellos mismos se dejaron encontrar por Dios en Jesús.

Lo definitivo en el seguimiento no son las normas o leyes a seguir, sino Aquel a quien se sigue ("Yo soy el camino"); la última palabra no la tiene el hombre, sino Dios Padre que se ha dado a conocer en el Hijo ("Yo soy la Verdad"); y la vida eterna no consiste en que nosotros amemos, sino en que Él nos amó primero en Jesús ("Yo soy la vida"). 

Ser discípulo no es seguir un manual de instrucciones sino dejarse embaucar por Jesucristo y su modo de vivir que avalan su identidad: “Creedme, yo estoy en el Padre y el Padre en mi. Si no, creed a las obras” (Jn 14,11). Cuando el evangelio de san Juan parece excesivamente volátil da un giro y toma tierra: creed a las obras. Si al hablar de Felipe indicábamos la importancia de la divinidad, aquí se señala la humanidad que se revela en sus obras.

Las obras de Jesús, en especial su misericordia para con los más débiles y menos amables, dan consistencia a sus palabras. La teología de la acción apuntala la de la contemplación. ¿Sería de fiar Jesús cuando dice que creamos en Él si su biografía no nos mostrara en su obrar que era un hombre de Dios? Jesús nos revela su relación con el Padre: “Yo estoy en el Padre y el Padre en mi” (Jn 14,11); “El Padre y yo somos uno” (Cf Jn 17,22). Jesús es Dios. No podemos negar su divinidad, porque eso sería negar sus obras, que son de Dios. 

Tomás pidió ver las llagas de la pasión para creer en la resurrección. Y Jesús les mostró las manos y el costado (Jn 20,25), signos físicos de su humanidad entregada. En este caso las obras, los hechos, llevan a Tomás a la fe en Jesús como "Dios hecho hombre". 

Es un buen camino el testimonio para evangelizar; pero la fe más firme llega en la intemperie y la sequedad: "Dichosos los que crean sin haber visto" (Jn 20,29). ¿Por qué la fe es más firme en la oscuridad? Porque las obras humanas, donde a veces se apoya la fe, pueden fallar y ponerla en crisis. Pero el abandono de la voluntad a Dios más allá de apoyos humanos, da lugar a una fe más pura sostenida sólo por la gracia de Dios. 


Caminar en la ausencia

Él se va y aquí quedamos nosotros. Es hora de caminar en la ausencia, la hora de los discípulos, el momento de la fe y el testimonio de  los hechos: “Os lo aseguro: el que cree en mi, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores” (Jn 14, 12). 

Puede que tengas una inteligencia solamente humana de Jesús; te da la sensación de que lo único que queda tras su existencia histórica es el ejemplo de su vida como ley suprema a seguir. Y esto es triste, porque la ley no salva  ni da vida (Rm 7,7-25; Gal 3). Sólo cuando, junto con la humanidad de Jesús crucificado, descubres la presencia vida de Dios en Él ("Señor mío y Dios mío", Jn 20,28), tu vida de cristiana adquiere el dinamismo propio del hijo consciente del amor de su padre y del esposo o la esposa enamorados. Tus obras se teñirán de humildad, porque tu fe te hará ver que todo viene de Él.  

"El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores" (Jn 14,13). Quien cree en Jesús hace las mismas obras que Él. ¿Es nuestra vida como la suya? ¿Vivimos entregados al servicio de Dios y de los hermanos? ¿Hacemos, como Jesús, las obras de Dios? ¿No? Entonces nos falta fe. La falta de fe puede venir por el poco tiempo dedicado a la contemplación-oración;  y la falta de energía para una vida cristiana activa (trabajo por el Reino de la verdad, la justicia y la paz) suele tener como causa la falta de fe. Creer, orar, amar, tres verbos que se conjugan juntos. 

La Pascua nos sigue invitando a creer desde las obras de Jesús y a obrar según nuestra fe en Él. Con Tomás y Felipe, entra en intimidad con Jesús, escúchale, pregúntale, aclara tus dudas y no dejes de seguirle.
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Casto Acedo Gómez. Mayo 2020. paduamerida@gmail.com

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