jueves, 21 de mayo de 2020

Ascensión (24 de Mayo)


La hora de la madurez espiritual 

¡No acabamos de enterarnos! Cuando el Señor reúne a los suyos para despedirse, éstos siguen pensando en mesianismos terrenos: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?” (Hch 1,6) Seguían esperando un Mesías victorioso según los esquemas imperialistas. ¡Qué obsesión! ¿Por qué nos empeñamos en idear un Mesías según nuestros criterios triunfalistas? 

Los discípulos se muestran incapaces de asimilar el hecho de que el mesianismo de Jesús sea de otro orden, con lo cual ellos mismos se ponen en riesgo de depresión y abandono, como le ocurrió en su momento a los de Emaús. “Nosotros pensábamos que él sería el salvador de Israel, y ya ves…” (Lc 24,21). También a nosotros nos cuesta aceptar que el Reino no se imponga con la fuerza y la contundencia que desearíamos, y por eso no pocas veces también entramos trance de abandonar o de sumirnos en la desesperación.

No nos desagradaría que Jesús siguiera haciendo sus milagros y así sentirnos aplaudidos con Él como discípulos orgullosos de su maestro. Pero ese no es el camino. Jesús debe dejarnos solos. Es necesario que se vaya. ¿Qué padre sería aquel que protegiese y regalase constantemente a sus hijos y no los empujara fuera de cada para que echen a volar por su cuenta? ¿Qué maestro sería aquel que en vez de enseñar libertad al discípulo le cortase las alas o le engordara para tenerlo atado a su servicio? 

El discípulo, como un hijo bien educado, madura cuando pierde de vista al Maestro y se queda en la intemperie, sin panes prestados, con el alma llena de preguntas sobre la vida y sin respuestas de libro. Ahí, en el papel blanco de su destino, tiene que escribir él mismo su evangelio.

“¿Es ahora cuando vas a restaurar el reinado de Israel? ... No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis la fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta los confines del orbe” (Hch 1,6-8), es decir, "a vosotros os toca anunciar el evangelio, sembrar la Palabra, extender el Reino de la verdad, la bondad y la justicia; a vosotros os toca continuar mi obra –dice Jesús-, seguir haciéndome presente en medio del mundo". La respuesta a la pregunta de cuándo va a restaurar Dios el Reino está en vuestras manos, parece decir.

Ha llegado, pues, la hora de la madurez, el momento en que no me tendréis físicamente a vuestro lado; el cordón umbilical bien visible que os unía a mí y que os daba seguridad se rompe con mi partida; desde ahora sois vosotros los que habréis de tomar las decisiones importantes; ya no sois niños sino adultos que debéis asumir vuestra propia responsabilidad. ¡No os quedéis ahí plantados mirando al cielo! -dice Jesús- yo volveré como el rey que entregó los talentos a sus empleados (Lc 19,11-27), o como el dueño de la viña que pide cuenta a los arrendatarios (Lc 20,9-18). Volveré para llevaros conmigo; tomaré en peso vuestras vidas y sabré si fuisteis misericordiosos con vuestros hermanos los hombres como yo lo he sido con vosotros (cf Mt 25,31-46)".



Pascua, Ascensión, Pentecostés

La fiesta solemne de la Ascensión del Señor no celebra, por tanto, la ausencia del Señor como tragedia; tampoco el final de todo;  sino el paso del Señor a la gloria del Padre como condición para una presencia mucho más conveniente para los suyos: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros” (Jn 16,7). 

Cristo ha culminado su obra. Para Él, la ascensión significa la apoteosis de su vida. Para nosotros su partida establece  la frontera entre un antes y un ahora: el tiempo del Jesús histórico y el tiempo de la Iglesia. 

El Padre "lo puso todo bajo sus pies y lo dio a su Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos” (Ef 1,22-23). La Iglesia, nosotros, somos los continuadores de la obra del Hijo. Pero no estamos solos en la tarea, porque Jesús nos deja su Espíritu, que nos sugerirá en su momento lo habremos de decir o hacer (cf Mt 10,19). 

No podemos desligar el misterio de la Ascensión del misterio de la Pascua que le precede ni del misterio de  Pentecostés que le sucede. Hay una misión que culmina en la resurrección, pero que debe continuar hasta el día en que le veremos venir "como lo habéis visto marcharse al cielo" (Hch 1,11). La tarea en este espacio entre Ascensión y venida final es la de seguir haciendo presente a Jesús en la historia. Y esto  sólo es posible por la acción del Espíritu Santo. 

El cristiano adulto, y con él la comunidad cristiana madura, se pone hoy en marcha mirando al mundo como un inmenso campo de trabajo. “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15). Ahora bien, el Reino que se ha de instaurar no se impondrá por la fuerza, pero tampoco regalado, porque sería considerar eternamente niños a las personas; el Espíritu, con sus dones, que son “amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre, y dominio de sí mismo” (Gal 5,22-23), ayudará a cada uno a realizarse en libertad, moviendo su voluntad no por la coacción sino por la seducción de su amor. Dios seduce, atrae, pero no obliga. 

Después de la ascensión de Jesús a los cielos, y hasta su vuelta, nos jugamos mucho en dejarnos seducir y atraer por el Espíritu; de ahí que la oración, la reflexión meditativa, la vida espiritual, entendida como diálogo interior con Dios, cobren un protagonismo especial.



"¡Quedaos en Jerusalén!"

Querer salvar al mundo puenteando el Espíritu es un error muy común entre los hombres de Iglesia. Queremos trabajar por el Reino de Dios, pero sin Dios.  ¿Qué reino queremos? ¿El que nosotros imaginamos? ¿Un modelo de Reino compatible con una Iglesia acomodada? ¿O un Reino profético y misionero, Reino de los pobres, los perseguidos, los que lloran, los pacíficos, los justos, los que tienen hambre y sed de bien y verdad, ... Reino de Dios? 

Mucho cuidado, porque en la Ascensión corremos el peligro de quedarnos mirando al cielo de "pasados gloriosos", o al nimbo de "utopías políticas desencarnadas", sin tocar suelo, es decir, sin seguir los pasos de Jesús que nos dice que sirvamos al Espíritu de Pentecostés, Espíritu de Dios, que invita al abandono a la voluntad de Dios, que "no sabes de donde viene, ni sabes a donde va" (Jn 3,8).

 Antes de partir hacia el mundo a bautizar, enseñar y cumplir el mandamiento del amor, dice Jesús,  "no os alejéis de Jerusalén, sino aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar; porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días" ( Hch 1,4-5), es decir, entra en la Iglesia, ora en tu interior pidiendo el Espíritu Santo; también en común con tus hermanos, creando comunidad, bautízate, purifícate, ... Quizá te cueste creerlo, pero lo que el mundo espera de ti no son tus acciones sociales o políticas (esas las pueden ver también en grupos no creyentes), sino un testimonio espiritual, un modo de ser que transparente a Dios en  lo que haces. 

Es una pena que hayamos reducido el Reino de Dios a una serie de estructuras sociales justas, olvidando que su grandeza no está en las cosas sino en las personas; se sostiene más en el ser que en el hacer. Lo que hace grande la pobreza evangélica, la justicia, la paz, etc. es la existencia de personas pobres,  justas, pacíficas, etc. Busca en tu vida ser así, y todo lo demás nacerá irremediablemente (cf Mt 6,33). De Jesús conocemos sus obras, pero lo que de verdad nos salva no son sus obras sino su persona ungida por el Espíritu (cf Lc 4,18-21), su ser. No se nos ha dado una ley que nos salve, sino un nombre: Jesucristo (cf Hch 2,21).

En estos días se nos ha dicho insistentemente "quédate en casa". No es gran cosa lo que hacemos, pero en este caso es lo más grande que se puede para sanar el mundo.  Muchos han aprovechado estos días para entrar en sí mismos, iniciando así un proceso de cambio enriquecedor para su persona y del que se esperan importantes repercusiones sociales. Es lo que esperan algunos cuando dicen que de esto del covid-19 debe salir un mundo mejor. 

¡Quedaos en Jerusalén! ¡Aprovecha tú esta semana para cumplir el mandato de quedarte en Jerusalén, para entrar en tu interioridad y en la intimidad de tu Iglesia, esperando. Hay quien distingue entre esperanza (mirar al futuro moviéndose hacia él) y espera (permanecer atento para recibir lo que está por venir). Estos días toca "aguardar" lo que está "por venir": el Espíritu Santo prometido; luego, satisfecha la espera, cuando "comprendamos cuál es la esperanza a la que os llama, cual la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cual la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes" ( Ef 1,17-18), la actividad misionera  brotará espontánea, como agua que riega la tierra seca. Y algo nuevo nacerá.

Sé consciente:  de tu apertura, recepción y respuesta a la presencia del Espíritu de Dios en ti depende la salvación de toda la humanidad. Es verdad que la salvación es cuestión de Iglesia, pero no olvides que no existe la Iglesia en abstracto, tú eres la Iglesia. Tu renovación interior, tu modo de vida, es el único Evangelio eficaz. El mundo no va a cambiar mientras tú no cambies. A veces jugamos  a justificarnos en la desidia del grupo, como si el pecado social no incumbiera al individuo. Mal de muchos consuelo de tontos. Esperar que cambien otros es entrar "en duda" y aflojar la fe.

Aquel día de la Ascensión los discípulos, "al verlo, se postraron, pero algunos dudaron" (Mt 28,17). ¿Qué hubiera pasado si todos hubiesen dudado? Pero con que solo tú respondas, con que sólo uno sea justo, muchos alcanzarán la vida  (cf Rm 5,17). 


Casto Acedo Gómez.
Mayo 2020. paduamerida@gmail.com.

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