Domingo XXIII, Tiempo Ordinario, ciclo
B
Is 35,4-7 - Stgo
2,1-5 -
Mc 7,31-37
En cualquier pueblo o ciudad hay personas
que son como estatuas:
tienen boca y no hablan, tienen ojos y
no ven, tienen oídos y no oyen,
tienen manos y no hacen nada, tienen
pies y no caminan
(Sal 115).
Viven
indiferentes ante el grito y sufrimiento de los insignificantes.
Jesús
no actúa así. Por donde va, ya sea en Galilea o entre paganos,
todo
lo hace bien, hace oír a los sordos y hablar a los mudos.
Jesús
hace oír a los sordos
Jesús se encuentra en la región de la
Decápolis, territorio pagano.
Allí,
un grupo de personas preocupadas por
un sordo y tartamudo,
que
vive marginado por la sociedad y la religión, se acercan a Jesús
y le suplican poner las manos sobre él.
Al respecto, recordemos
que
en aquella época, ciertas enfermedades eran consideradas como
un
castigo de Dios por algún pecado cometido. Jesús
no piensa así:
Lleva consigo al sordomudo, lo aparta de la gente, mete los dedos
en
sus oídos y con la saliva le toca la lengua. Luego, mira
al cielo,
suspira y dice al enfermo: ¡Ábrete! De inmediato, aquel hombre
recupera
la capacidad de oír y hablar, y se reintegra a la sociedad.
Este
texto es un llamado para cambiar nuestra manera de vivir,
pues,
hoy, muchos cristianos tenemos oídos
pero somos sordos
ante
los gritos de hermanos nuestros que sufren graves injusticias.
¿Qué hacemos cuando hay campesinos e
indígenas que son privados
de
sus tierras, contaminadas el agua que toman o el aire que respiran;
y
todo esto para favorecer a empresas transnacionales?
Con
la ayuda del Señor, digamos con palabras y obras: He visto
la opresión de mi pueblo, he oído sus quejas contra los
opresores,
me he
fijado en sus sufrimientos, y he
bajado para liberarlos (Ex 3).
Para
ello, recordemos que el día de nuestro bautismo, el celebrante
-tocando
con el dedo pulgar nuestros oídos y nuestra boca- dijo:
El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos,
te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe…
Jesús
hace hablar a los mudos
En estos últimos años, con la complicidad
de los gobiernos de turno,
se
sigue entregando nuestros recursos naturales al capitalismo salvaje,
que
en nombre del “desarrollo y progreso” destruye y mata.
Ahora
bien, si no hablamos de estos
problemas, somos ignorantes.
Si
no tenemos la capacidad de denunciar,
somos cómplices, porque
nuestra
vida y la vida de las futuras generaciones está en peligro. Por
eso:
-si seguimos siendo sordos al grito
de los pobres y de la tierra;
-si
permanecemos indiferentes ante la
muerte de miles de migrantes
que
huyen de la miseria causada precisamente por los países ricos;
-si
preferimos vivir encerrados en
nuestro egoísmo e indiferencia
para
dar culto a los ídolos del poder y de la riqueza, etc.
no
seremos capaces de anunciar la Buena Noticia de
vida plena,
que
Jesús, el Profeta de la misericordia, nos ofrece.
Pero,
¿por qué hay personas que no ven, no
oyen, no hablan?
A
veces, somos ciegos, sordos y mudos porque así nos han educado.
Sin
embargo, a los grupos que tienen el
poder político y económico,
les
conviene que la gente sea incapaz de ver, de oír y de hablar.
Para
esto: -monopolizan los diversos medios de comunicación,
-crean
cortinas de humo para ocultar diversas formas de corrupción,
-multiplican
proyectos paliativos para no ir a la raíz de las injusticias.
Frente a estos desafíos que encontramos
en nuestra sociedad,
hacen
falta cristianos que oigan las
enseñanzas de Jesús,
y
las anuncien con el testimonio de
vida verdaderamente cristiana:
*Los guardianes de mi pueblo están ciegos, no se dan cuenta de nada,
son perros mudos que no ladran,
hambrientos que no se llenan (Is
56).
*Hermanos, ¿acaso no escogió Dios a los
pobres de este mundo
para hacerlos ricos en la fe y herederos
del Reino que prometió a los
que le aman? Ustedes, en cambio, desprecian al pobre (1ª lectura).
*Llaman a Pedro y Juan y les prohíben
terminantemente hablar
y
enseñar en nombre de
Jesús. Pedro y Juan les respondieron:
-Nosotros, no podemos callar lo que hemos visto y oído (Hch 4,18ss).
*Lo que existía desde el principio, lo que
hemos oído, lo que hemos
visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado
nuestras manos, es lo que les anunciamos: la Palabra de vida.
Esta vida se manifestó: la vimos, damos testimonio y les anunciamos
esta vida eterna que estaba junto al
Padre
(1Jn 1,1-2).
J. Castillo A.
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