viernes, 11 de septiembre de 2015

Profesar la fe y confirmarla con el martirio (Domingo 11 de septiembre)

En un arranque de lucidez (iluminación) Pedro proclamó la divinidad de Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16), y Jesús confirmó su fe otorgándole el lugar de preeminencia en la Iglesia: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra (la piedra de la fe en Cristo proclamada por Pedro) edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Lo que hace grande a Pedro no es su persona sino la fe que confiesa  y que es depositada en sus manos. Apoya esta tesis el hecho de que no tarda en recibir un buen varapalo del mismo Jesús: “Quítate de mi vista, Satanás; tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mt 16,23). La osadía de Pedro al corregir al Maestro nos muestra que aún no estaba madura su respuesta de fe; aún no entraba en sus cálculos aceptar la cruz como camino para la glorificación.
 
La fe se confirma en la prueba
 
Aquello de ser la “piedra” donde se edifica la Iglesia debió parecerle a Pedro algo maravilloso. Lo que no debió gustarle tanto es asumir que ser creyente y jefe de los creyentes llevara consigo sufrimientos; le costó entender que ser Papa más que un privilegio es una carga, una tarea que no siempre resulta agradable. Todavía Jesús no había “ofrecido su cuerpo como hostia (ofrenda) viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12,1), mostrando así, como dice el prefacio en la fiesta de la Transfiguración, que “la pasión es el camino para la resurrección”. Al final de sus días, tras una vida de conflictos y persecuciones, también Pedro pudo finalmente confirmar su fe con el martirio.
 
El pecado de Pedro, que podríamos decir que, para bien y para mal, es figura de la Iglesia -de todo discípulo-, nos viene a recordar que aunque seamos cristianos confesos no estamos exentos de ceder terreno al maligno en nuestra vida personal, social y eclesial. En una palabra: no debemos caer en la trampa de creernos convertidos del todo; y por supuesto hemos de evitar caer en la tentación de enmendar la plana al mismo Dios cuando no comprendemos su voluntad o no queremos comprenderla porque no responde a nuestros intereses o expectativas.
 
A este respecto, conviene  revisar nuestra vida cristiana cada día, porque ésta no se da para siempre en el momento del bautismo sino que, al decir de san Pablo, ha de reafirmarse día a día “por la renovación de la mente” (Rm 1,2), expresión que encierra una invitación a la conversión, una llamada propia del tiempo de Cuaresma que resuena para nosotros también en estos días finales del verano.
 
Convertirse es:
 
1.- Saber entender la fe como algo que está más allá de las ideas. No se trata de idealizar la vida, sino de vivirla en la dimensión de la cruz; no consiste la liturgia (el culto) cristiana, en ofrecer sacrificios, hacer o dar cosas para justificarnos ante Dios. No se trata de dar algo a Dios, sino de dar-me yo mismo: “Os exhorto a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable” (Rm 12,1). Jesús propone esto a sus discípulos con otras palabras: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24).
 
2.- Convertirse es adoptar la mentalidad de Dios. “No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rm 1,2). Envueltos por un ambiente cultural donde prima el culto al “yo”, convertirse es dar pasos hacia el Tú (con mayúsculas), algo que posibilita entender y comprender a los otros “tú” (con minúscula) que son los hermanos. No ajustarse al mundo es una tarea ardua. Es más fácil, placentero y descansado dejarse llevar por la corriente. Pero el discípulo de Jesús no busca “lo que se lleva”, busca la verdad de Dios manifestada en Jesucristo. A la hora de actuar el buen cristiano se preguntará siempre cómo habría obrado Jesús (Dios) en cada situación concreta; y siempre buscará agradar a Dios antes que a los hombres (cf Hch 5,29), aunque ello suponga contratiempos y sufrimientos.
 
3.- Convertirse es optar por la vida misma de Jesús. En Él tenemos la garantía de la victoria, la ganancia de todo. “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida?” (Mt 16,26) ¿Dónde está la vida? En el poder, en las riquezas, en el prestigio personal,... nos dicen. Y los hombres del siglo XXI seguimos perdiendo la vida ofuscados en el culto a esos ídolos. ¿Encontramos ellos la vida? ¿Somos realmente tan felices como pretendemos mostrar? Parece ser que no, que malogramos la vida embarcados en la alienación y el estrés que genera la carrera por “tener más”,  “aparentar más” y “ser más”; llevamos una vida acelerada que nos conduce un constante vacío existencial, una vida –en definitiva- “sin Dios (Amor)”, una vida que revelará su tremenda fealdad en la hora de la muerte, porque habrá sido una vida perdida en superficialidades. Por el contrario, una vida “plena”,  “ganada”, es una vida “con Dios”, una vida que realiza su vocación de servicio a Dios y los hermanos. “Si uno quiere salvar su vida la perderá” (Mt 16,24). Perder la vida por Cristo y su evangelio es el signo de la identidad cristiana; el “martirio” entendido como testimonio es la prueba definitiva de la conversión. En el martirio muestra la vida cristiana toda su belleza.
 
En la Eucaristía Cristo se ofrece por ti y para ti como “hostia viva, santa, agradable a Dios”. Cuando participas en la mesa del altar comulgas la misma vida de Cristo, te haces uno con él muriendo en obediencia al Padre. Vivir la misa y seguir los pasos de una espiritualidad eucarística (“presentar vuestros cuerpos como ostia viva, santa, agradable a Dios” Rm 1,1) no es perder la vida, aunque los paganos digan lo contrario, es ganarla viviendo día a día en la belleza del amor.

Casto Acedo Gómez. Septiembre 2015.  paduamerida@gmail.com.

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