Hay
hoy entre determinados cristianos una cierta manía persecutoria; el sentimiento
de que estamos rodeados de fantasmas y acosados por personas hostiles, enemigos
de la Iglesia.
Esto va creando una actitud a la defensiva que no nos favorece en absoluto.
Porque si bien es cierto que debemos defender los principios evangélicos frente
a los que pretenden acallarlos, esta defensa sólo puede hacerse efectiva incidiendo
en esos mismos principios que nos invitan a la tolerancia, al diálogo, y a la
apertura; nunca la condena sistemática, ni la demonización del mundo, puede
conducirnos a Dios.
¿Quiénes
son “los nuestros”?
El
mundo, como desierto que nos toca atravesar, es lugar donde el demonio sale
al encuentro; pero sobre todo es lugar donde podemos encontrarnos con Dios,
porque el Dios cristiano no es el que se revela en una oculta cueva sino en los avatares de nuestra historia, que consideramos
como “historia de salvación”. El cristiano no es el que está fuera del mundo,
sino en el mundo (Jn 7,15), no es el que huye de la historia que le ha tocado
vivir, sino que la afronta participando de sus penas y sus alegrías (Gaudim et Spes 1).
Hoy, en el evangelio, Juan, escandalizado
porque uno que no era del grupo andaba por ahí echando demonios -o lo que es lo
mismo, luchando contra el mal; haciendo el bien- en nombre de Jesús, corre a
decirle a Jesús: “se lo hemos querido
impedir, porque no es de los nuestros” (Mc 9,38). Pero ¿quiénes son los nuestros? Pregunta que podríamos hacernos ahora: ¿Quienes forman parte de nuestro grupo?¿Quiénes
forman parte de nuestra Iglesia (comunidad)? ¿Serán los que asisten a grupos de catequesis
y a actos especiales de culto en la parroquia? ¿Serán los que pertenecen a
alguna sociedad o movimiento eclesial? ¿Serán los que van a misa todos los
domingos? ¿Los que se bautizan y casan por la Iglesia ? ¿Quiénes son “los
nuestros”? Jesús, con su hacer y decir, amplía ese concepto restringido de
“Iglesia” que a menudo no es sino constructo nuestro: “el que no está contra nosotros está a favor nuestro” (Mc 9,40). Es verdad
que existe otra sentencia de Jesús que parece contradecir ésta: “quien no está conmigo, está contra mí”
(cf Mt 12,30; Lc 11,23), pero leída en su contexto es una advertencia a
aquellos que se negaban a escuchar a Jesús acusándole de estar
endemoniado.
Frente a la pretensión de hacer del
bien un monopolio cuya patente es de los discípulos elegidos por Jesús, el mismo Señor
corrige: el que hace el bien, el que vive el amor y la compasión, el que
construye la paz, aunque no sea de nuestro grupo estructural es de los
nuestros.
¿Quién es
de los nuestros aunque no ande con nosotros?
Jesús
pone ejemplos elementales para comprender quienes son esos que, pareciendo
ajenos al grupo-Iglesia, pertenecen a él de hecho:
1.
Todo el que hace el bien, por
insignificante que sea su gesto: “El que
os de un vaso de agua sólo porque seguís al Mesías” (Mt 10,42). Allí donde descubrimos
un gesto de amor, allí está el Espíritu de Dios. Hemos de estar abiertos para
reconocer la presencia y acción de Dios más allá de la Iglesia-institución.
El Espíritu Santo no conoce restricciones ni ataduras de
ningún tipo; nadie tiene la exclusiva del Espíritu; es absolutamente libre en
su ser y en sus dones, no se ata sólo a unos pocos, aunque estos “pocos” sean
la comunidad de los bautizados: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera
profeta y recibiera el Espíritu del Señor!” (Nm 11,29). No pongamos cerco
a la gracia de Dios; no miremos con ánimo pesimista al mundo, porque en él sigue
actuando Dios; todos sus avances en cuestiones de mayor justicia, igualdad y
progreso saludable, son signos de la presencia de Dios en la historia. El evangelio de hoy nos invita a descubrir la
abundancia de bondad y de justicia que hay en nuestro entorno; a no desconfiar
del mundo, a buscar cauces de diálogo y encuentro. Porque la Iglesia “sólo desea una cosa: continuar, bajo la
guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar
testimonio de la verdad (Jn 18,37), para salvar y no para juzgar, para servir y
no para ser servido (Jn 3,17; Mt 20,28; Mc 10,45)” (Gaudium et Spes 3). Para
desengañarse del mundo siempre habrá tiempo.
2.
Otro signo de la presencia de Dios son aquellos
que pasan la vida sin escandalizar a los más pequeños y buscando la coherencia de
vida luchando contra el mal que puede habitar dentro de ellos mismos; aquellos
que se dedican y procuran limpiar antes los pecados propios que los ajenos; que
buscan primero el reino de Dios y su justicia dejando de lado la obsesión por acabar
con el pecado de los otros como condición para la propia conversión. El mismo
Jesús abominó de los que ven la mota insignificante en el ojo del prójimo y no
ven la viga densa en el suyo (Lc 6,41-42). Dios están en los que, consciente de que su antitestimonio es un escándalo para los débiles, han elegido el camino de la vida justa.
¡Ay de
vosotros los ricos! (Lc 6,24)
Mencionar,
¿cómo no hacerlo?, la segunda lectura de este domingo; Santiago, en línea con
las malaventuranzas de Lucas, sigue empeñado este domingo en hacernos poner los
pies sobre la tierra. El aviso contra los ricos es indudablemente un aviso de
Dios. Ningún ser humano se atrevería a pronunciarlo. En sí mismo es una aporía
tan incomprensible como las bienaventuranzas si no se lee desde la perspectiva
del cumplimiento de las promesas de Dios. ¿Cómo van a llorar y a lamentarse los ricos?
En
realidad el motivo de la desgracia del rico no está en el hecho de la posesión de la riqueza (¡ojalá todos
tuviéramos cada vez más riquezas que proporcionen mejores condiciones de
vida!), sino en la perversión de “ser rico” habiendo acumulado a base de robar,
matar e impedir que los demás tengan lo necesario; “el salario defraudado al obrero”(Sant 5,4). La riqueza que se posee por la
injusticia y la sinrazón testimonia contra el que la posee. A lo ojos del mundo
tal vez la riqueza crea un halo que oculta la verdad de la persona, pero los
ojos de Dios penetran en el interior y pueden ver la polilla de los vestidos y
la herrumbre del oro y la plata adquirida con la sangre del hermano. Santa
Teresa recoge esta mentalidad que ve la riqueza como elemento distorsionador del valor
del hombre: “Tengo para mí que honras y
dineros casi siempre andan juntos, y que quien quiere honras no aborrece
dineros; y que quien los aborrece, que se le da poco de honra. … porque por maravilla, o nunca, hay
honrado en el mundo si es pobre; … antes, aunque sea en sí honrado, le tienen
en poco. La verdadera pobreza trae una honraza consigo, que no hay quien la
sufra; la que es por sólo Dios, digo, no ha menester contentar a nadie sino a
él” (Camino de Perfección 2 6-7).
Santiago invita a los ricos de hoy y de siempre a mirarse con los ojos de Dios y obrar en consecuencia. Se trata de seguir los pasos de Mateo (Mt 9,9), de Zaqueo (Lc 19,1-10), de Francisco de Asís, o de tantos otros que descubrieron la corrupción que les causaban sus riquezas y se echaron en brazos del Dios del magníficat, que “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1,52).
Son muchos los que, desde fuera de la Iglesia institución, desde otras religiones o desde un ateísmo nada culpable, son buscadores de la verdad, y procuran actuar según los dictados de su conciencia. Son los que llamamos“cristianos anónimos”. Dios traspasa las barreras de nuestras creencias; Él está más allá de nuestras ideas y nuestras formas de ver el mundo. Al decir Jesús que "quien no está contra mí está conmigo", pone de manifiesto que la praxis cristiana no puede defenderse como exclusivismo y como independencia absoluta. Allí donde se trabaja por los demás, donde se abren las puertas a los hambrientos y los sedientos, aunque no conozcan al Dios de Jesús, allí los cristianos pueden reconocer la acción del Espíritu.
Ya no es su sitio el desierto,
ni en la montaña se esconde;
decid: si preguntan
dónde,
que Dios está, -sin mortaja-
en donde un hombre trabaja
y un corazón le
responde.
(Himno de Vísperas)
Casto Acedo Gómez. Septiembre 2012. paduamerida@gmail.com. 28773
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