jueves, 27 de agosto de 2020

La locura de la cruz (Domingo 30 de Agosto)

 

El amor suele ir precedido de la seducción. Un enamorado es aquel cuyo ánimo (alma) ha sido cautivado (seducido) por alguien a quien rinde su voluntad. La persona enamorada con pasión experimenta un cambio radical en su vida, tanto es así que los que le conocieron cuerdo y formal, ven cómo el amor vuelve extraño y ridículo al enamorado. Los vecinos comentan: “¡quién le ha visto y quién le ve! ¡A este se le ha ido la cabeza!, ¿se habrá vuelto loco?”. Otros se burlan de su nueva personalidad. Pero a él le da lo mismo, porque quien ha encontrado el tesoro escondido vende todo lo demás para adquirirlo y da saltos y gritos de alegría sin importarle lo que diga la gente (cf Mt 13,44). Así es. El amor deshace nuestras máscaras y pone en marcha una sana locura. 

Amor y locura son con frecuencia compañeros de camino, de tal modo que el alma enamorada pasa a ser una desconocida para los que la frecuentaban antes. ¡Qué bien expresa G. Kalil Gibrán la locura de la conversión en su poema "El loco"!: “Me preguntáis porqué enloquecí. Fue así. Un día, mucho antes de que nacieran algunos dioses, desperté de un profundo letargo y descubrí que me habían robado todas mis máscaras –sí; las siete máscaras que yo mismo me había confeccionado, y que llevé en siete vidas distintas-. Corrí sin máscara por las calles atestadas de gente, gritando: “¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Malditos ladrones!”. Hombres y mujeres se reían de mí, y al verme, algunas personas, llenas de horror, corrieron a refugiarse en sus casas. Y cuando llegué a la plaza del mercado, un joven, de pie en la azotea de su casa, señalándome, gritó: “¡Mirad! ¡Es un loco!”. 

La seducción de Dios
 
El profeta Jeremías cuenta su conversión en clave de seducción: «Me sedujiste, Señor y me dejé seducir» (Jr 20,7). También nosotros, los que creemos en Dios y queremos seguir su camino, hemos sentido la «seducción de Dios», una atracción no violenta, un enamoramiento al que no se ha podido negar la voluntad. El seducido por Dios, como el loco de la parábola de K. Gibrán, es motivo de burla: «todos se burlaban de mi … La palabra del señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día» (Jr 20,7b.8b), pero él no puede negar ni acallar la evidencia: «la palabra en mis entrañas era fuego ardiente..., intentaba contenerla y no podía» (Jr 20,9). 

La seducción es una especie de locura, una fuerza interior que arrastra a cumplir los deseos del amado aunque rompan con lo acostumbrado o sean ajenos a la razón. Así, cuando quien seduce es Jesús, el seducido se ve abocado a vivir una vida nueva que choca con la mentalidad ambiente: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16,24). En un entorno donde priman la afirmación del propio yo y la búsqueda compulsiva del placer, estas palabras rechinan, como rechinaron a san Pedro, porque piden lo contrario a lo habitual: no vivir para uno mismo sino para el otro, porque  la voluntad queda totalmente atada al amado. Por eso se mofarán de él y 
le llamarán loco o imbécil porque, según el esquema mental de los cuerdos, ha perdido la razón. 

La negación de uno mismo que pide Jesús (Mt 16,24) no es consecuencia del gusto por lo masoquista, ni está movida por el temor al castigo eterno si no se siguen unas normas. Todo lo contrario. Lo que mueve al enamorado de Cristo a situarse en segundo plano no es el miedo sino el amor; la negación de sí es la condición necesaria para la «afirmación de Dios», tal como Juan Bautista lo entendió: «el que viene detrás de mí es más que yo» (Jn 1,27). Por eso, el Bautista deja su protagonismo y orienta a los hombres hacia Jesús.


Amar, negarse a sí mismo, humildad.

La misma negación que pide Jesús la aconseja san Pablo: «os exhorto a presentar vuestros cuerpos como hostia viva» (Rm 12,1) La vida cristiana impone una dedicación de cuerpo y alma al Señor. No se trata en el cristianismo de inmolar cosas y animales, de hacer sacrificios de «lo que tenemos», sino de inmolarse a sí mismo, darle a Dios «lo que somos», mediante una vida nueva no acomodada a éste mundo. Negarse a sí mismo supone una ascética de la vida, una negación de la propia voluntad para hacer la voluntad del Padre. Se trata, en definitiva, de ser humilde. 

El mundo nos quiere llevar por el camino de la afirmación del propio yo como lo mejor: ganar mucho dinero, destacar en algo, buscar un futuro «firme»... Negarse a sí mismo es optar por la pobreza, la humildad y la obediencia, virtudes que hoy como siempre, son motivo de mofa y escarnio para los que no están en la órbita de la fe evangélica. Éstos rechazan y persiguen al humilde, al pobre y a quien es dócil a la Palabra; tienden a cargar sus responsabilidades sobre hombros ajenos. Se niegan -como Pedro al reprender a Jesús: "Eso no puede pasarte"- a aceptar la realidad del sufrimiento; les cuesta reconocer que la moneda del amor tiene una cara, pero también una cruz. 
 
 Dejando a un lado el sistema burgués imperante, y visto con los ojos del loco de amor, quien se niega a sí mismo y carga con su cruz no malogra su vida sino que la encuentra. Porque, a fin de cuentas,  ¿quién vive más? 

*¿El que lanza serpientes por la boca cuando es poseído por la soberbia o el que se niega a sí mismo callando y esperando el diálogo pacífico? 

*¿Vive más y mejor el que se instala en el miedo a perder su puesto relevante o el que se niega a sí mismo valorándose en su justa medida y disfrutando el lugar que ocupa? 

*¿Es más feliz quien abandona a sus padres al cuidado de una institución pudiendo atenderlos o quien se niega a sí mismo y, cargando su cruz, goza de la compañía de los que antes le cuidaron a él? 

*¿Vive más alegre el que se preocupa constantemente de su comodidad o el que se despreocupa de sí mismo y vive pendiente de los demás? 

*¿Es más feliz el que se deja llevar por sus criterios egoístas o quien se niega a sí mismo orientando su vida con la sabiduría del evangelio?
 
Traduce y lee en primera persona del singular las preguntas que se acaban de lanzar. En la cruz está la desaparición, el abandono total de uno mismo al Padre. El mismo Dios, en Jesucristo crucificado, se niega a sí mismo por ti. En la cruz se esconde el Salvador. En abrazar tu cruz de cada día te juegas la vida: «El que pierda su vida por mí, la salvará» (Mt 16,25). Si lo haces así has descubierto el verdadero amor, y tendrás tu recompensa, porque quien “deja casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras por mi y por el evangelio, recibirá en el tiempo presente cien veces más en casas, hermanas, hermanos, madres, hijos y tierras, aunque con persecuciones y en el mundo futuro la vida eterna” (Mc 10,30). 

Quien se deja seducir por Cristo y carga con su cruz, a pesar de las burlas (persecuciones), hará suya la segunda parte del poema de Kalil Gibrán: “Alcé la cabeza para mirarlo -al joven que desde la azotea de su casa le acusaba de ser un loco-, y por vez primera el sol besó mi rostro desnudo y mi alma se encendió de amor al sol, y ya no quise tener máscaras. Y como si fuera presa de un trance, grité: “¡Benditos! ¡Benditos sean los ladrones que me robaron mis máscaras!” Fue así como enloquecí. Y en mi locura he hallado libertad y seguridad; la libertad de la soledad y la seguridad no ser comprendido, pues quienes nos comprenden nos esclavizan. Pero no dejéis que me enorgullezca demasiado de mi seguridad; ni siquiera el ladrón encarcelado está a salvo de otro ladrón”.
 
La libertad y la seguridad tienen para el loco un precio: soledada e incomprensión; es decir, cruz.  Los cuerdos y seguros de sí mismo consideran la cruz, y con ella a Cristo crucificado, como una estupidez y una locura. El mismo san Pedro lo creyó así antes de la Pascua (cf Mt 16,22). Pero la experiencia de la resurrección le llevó a entender que lo que en Dios parece locura no es sino sabiduría que supera a la de los hombres (cf 1 Cor 1,22-25).

Casto Acedo Gómez. Septiembre  2020paduamerida@gmail.com .  

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