jueves, 6 de agosto de 2020

Cuestión de fe (Domingo 9 de Agosto)



"Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. La frase es de Arquímedes, y pone en evidencia la fuerza que puede llegar a desarrollar una palanca. Está físicamente demostrado que cuando encuentra un buen punto de apoyo una palanca es capaz de mover cualquier cosa. 

Pues bien, trasladando la frase y su exégesis al campo de la espiritualidad y la religión, podemos decir que el punto de apoyo capaz de moverlo todo es la fe. Encontramos en los evangelios una afirmación muy cercana a la de Arquímedes: “Si tuvierais fe aunque sólo fuera como un grano de mostaza, diríais a este árbol: ‘Arráncate y trasplántate en el mar’, y os obedecería” (Lc 17, 1–10).

En Europa nos preguntamos el porqué de tanto laicismo. ¿Por qué disminuye la asistencia la misa dominical? ¿Por qué los jóvenes abandonan la Iglesia? ¿Por qué la religión baja no solo en cantidad sino en calidad (poca influencia en la vida personal y social de los que se dicen católicos)? ¿Por qué el descenso tan brutal de vocaciones? ¿Qué pasa con esta Iglesia que parece incapaz de mover los corazones, las conciencias y la vida? Y la razón es más que evidente:  a la palanca de la vida cristiana le está fallando el punto de apoyo: la fe.

¿Qué es la fe?

La fe es capaz de mover al mundo. Pero ¿qué es la fe? Mucha gente que se considera muy cristiana dice: “¡tengo mucha fe en tal o cual cosa!”, pero esto también lo dicen los paganos que ponen su fe en amuletos, sortilegios y embrujos. Ambos creen que realizando tal o cual oración o rito mágico conseguirán lo que piden. Pero ¿es eso la fe? Desde luego no es esa la fe a la que se refiere Jesús cuando habla de mover montañas, la que pide a los que le siguen y la que alaba en quienes acudieron a él pidiendo el milagro.

La fe que pide Jesús no es la confianza ciega en un rito mágico que procura unos beneficios infalibles; eso no es la fe evangélica; en la fe cristiana no se trata confiar en algo (un rito, un objeto sagrado, una imagen, una doctrina, una convicción) sino en alguien a quien abandonarse en la esperanza, y ese alguien es Jesucristo.

Ante situaciones de injusticia y sufrimiento y ante la duda que provocan, la fe te dice que hay Alguien que es Señor del mundo y de la historia, que está ahí y que no te va a desamparar nunca, aunque la encrucijada en que te encuentras parezca no tener salida. Así le ocurrió a Marta: “Jesús le dijo: tu hermano resucitará. Marta respondió: sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mi aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto? Ella le contestó: Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de dios, el que tenía que venir al mundo” (Jn 11,23-27). 

Y también Pedro dijo lo mismo:  “¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!” (Mt 16,16). Pedro confió en Jesucristo, aunque también hubo momentos en que dudó de Él, como cuando le negó en la pasión (cf Mt 26,69-75) o aquella madrugada que refiere el evangelio de este domingo en la que, yendo hacia Él sobre las aguas  “al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: Señor, sálvame” (Mt 14,30).     
La fe de Pedro fue débil también cuando quiso enmendarle la plana al Maestro; Jesús acababa de decirle “tú eres Pedro y sobre ésta Piedra construiré mi Iglesia” (Mt 16,18) y a vuelta de página el recién nombrado primer Papa se escandaliza de la cruz de Cristo y pretende disuadirle de su misión; tan es así que Jesús le recrimina: “Apártate, Satanás. Quieres hacerme caer. Tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mt 16,23). El episodio pone al descubierto que hay una distancia considerable entre como entienden los hombres la fe  y como la entiende Dios.


La fe  es susurro de Dios 
al corazón del hombre

A los hombres nos gustan los triunfalismos; y a esta tendencia no escapa la fe. Nos contagiamos de la farándula política y mediática e imitando sus métodos nos obsesionamos por poner en escena la fe recurriendo a las masas.  ¡Que se vea! Nos sorbe el seso la obsesión por celebrar grandes y ruidosos eventos que hagan visible la presencia de Dios. ¿Son buenas estas dramatizaciones religiosas? Yo diría que ni tan buenas como dicen los que las promueven, ni tan malas como denuncian los que las proscriben; la bondad o malicia está en el lugar que le asignemos a esos actos religiosos espectaculares.

Cuando a Elías, en momentos difíciles, comenzó a dudar, Dios le ordenó hacer un retiro de silencio en el monte Horeb, situado en el desierto del Sinaí. En el mismo  lugar donde Dios se dio a conocer portentosamente a Moisés,  es conminado Elías a permanecer en una gruta a la espera de noticias de Dios.

Durante su estancia fueron pasando ante él fenómenos naturales espectaculares: un viento huracanado (no olvidemos que el viento es signo del Espíritu), un terremoto (signo de presencia de Dios en algunos salmos), fuego (como el de la zarza ardiendo, o la columna que acompañaba a los israelitas en su camino). Todos estos signos magníficos fueron precursores de la llegada de Dios, pero no su presencia misma. “Allí no estaba el Señor” (1 Re 19,11-12).

Finalmente se escucha afuera el rumor de la brisa, y en ella es Dios mismo quien se presenta. Dios llega en el susurro, en el silencio, en la “música callada” diría san Juan de la Cruz. La brisa es signo del Mesías, el Siervo, que no gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará” (Is 42,2-3). Dios no grita, susurra, acaricia. El susurro es el Siervo de Dios que viene, Jesucristo; en Él pone el Padre su complacencia (fe), y en él también nosotros hemos de poner la confianza (fe), en la dulzura del encuentro con Cristo hallamos a Dios. 

Para escuchar la voz de Dios y afianzar con ella nuestra fe se ha de hacer como Elías, salir de la cueva de nuestras seguridades. "Sal y aguarda al Señor en el monte" (1 Re 19,11), dice Dios. Ahí, en la intemperie puedes discernir la voz de Dios, que no está en el ruido de la tormenta y el terremoto, ni en el fuego cegador, sino en el silencio: "Después se escuchó un susurro. Elías, al oírlo, se cubrió el rostro con el manto y salió a la entrada de la cueva" (1 Re 19, 12b-13).

La revelación de Dios en la caricia del aire nos recuerda los encuentros de Adán con Dios,  "que se paseaba por el jardín a la ahora de la brisa" (Gn 3,8). Para disfrutar de su compañía primero hay que aguzar el oído, afinar el alma para sentir su presencia escondida en las realidades del mundo; algo sólo posible en el silencio. Ahí, separado de todo, se manifiesta Dios mismo, sin un tercero. Es una experiencia a la vez dulce y terrible, por eso se cubre Elías el rostro con el manto, porque esa presencia es excesiva, un don inmensamente grande e irresistible. 



La fe es también un grito 
en medio de  ruidos amenazantes

En el evangelio de hoy vemos cómo Pedro se deja fascinar por el hecho asombroso de poder andar sobre el agua. Asustado por la presencia extraordinaria de Jesús pide un signo para creer: “Si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua”. Y, sin apartar sus ojos de Él se echa al agua; pero cuando el ruido y la fuerza del viento distraen su atención empieza a hundirse, y grita: “Señor, sálvame”.Aquí la fe de Pedro pasa de la satisfacción al grito, una petición de auxilio en la debilidad.

La oración de Pedro es un ejercicio de contemplación en medio de los ruidos amenazantes del mundo, un retorno a la mirada de Jesús,  que enseguida extiende la mano, lo agarra y le dice: “¡Qué poca fe!”. ¡Qué poca confianza tienes en mí! ¿De veras creías que iba a dejar que te hundieras? Cuando Jesús, con Pedro de su mano, subió a la barca, amainó el viento. (Mt 14,28-31). ¡Qué magnífica imagen de la vida espiritual!

¡Y qué magnífica imagen de la Iglesia! A los que se amedrentan por las tormentas que envuelven y amenazan con hundir la barca, decirles que ésta se hundirá sólo si no va Cristo en ella; o en otros términos: las cosas no marchan bien para la Iglesia cuando no hay fe, cuando no hay silencio y vuelta de la mirada a Cristo, cuando no escuchamos confiados la voz de Dios: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!” (Mt 14,27). 

Cuando el miedo y la desconfianza nos invaden, ¿qué podemos hacer? Postrarnos ante Jesús, como los discípulos en la barca, y renovar nuestra fe en Él: “Realmente eres el Hijo de Dios” (Mt 14,33).

* * *
¿En qué Dios crees? ¿En el Dios de la exhibición y el espectáculo? Ahí no suele estar Dios. A Él se le suele encontrar en el silencio, en el susurro del Espíritu. A Dios lo podemos situar "fuera de nosotros", y ahí está, encima de nosotros o a nuestro lado. También está "dentro de nosotros". Todo ello son formas de hablar, porque el mismo Dios sobrepasa nuestras categorías espacio-temporales. Tener fe es creer en ese Dios sobre y junto a mí; pero también es sentir su presencia susurrante en mi interioridad donde le hallo misteriosamente presente.

Todo es cuestión de fe. Si has sentido que Jesús está ahí, a tu lado; si te ha fascinado su forma “callada” de hacer las cosas, si tu dicha está en ver cómo crece su presencia, su sabiduría, su Reino, mientras tú disminuyes, si ta abandonas a Él sin reservas, es que tienes fe. Y esa fe es capaz de mover montañas.
* * *
Estás en el desierto, esperando la manifestación de Dios en la gruta del Horeb. Asómate con Elías a la salida de la cueva y mira. Delante ti han pasado hoy muchas cosas, muchos acontecimientos. Revisa tu vida y pregúntate dónde y cuándo hoy Dios te ha susurrado su Palabra dejando sentir su presencia: en tu trabajo, en el encuentro con tus amigos o vecinos, en tu familia, en el rato de oración, en tu tarea y compromiso parroquial o social, en el servicio concreto que has prestado…. Los sucesos más puntuales, espectaculares y ruidosos han cautivado más tu atención; otros hechos de vida fueron más silenciosos, más cotidianos, aparentemente más insignificantes e intrascendentes, pero no por ello menos significativos.


Si descubres la presencia de Dios en alguno de ellos, si al caer en la cuenta nacen en ti deseos de cubrirte el rostro y de póstrate ante Él diciendo ¡qué grande eres, Señor!, felicítate porque tienes fe. No sabrás explicarla, pero al sentirla adviertes que los vientos y tormentas que amenazaban tu vida han perdido peso y ya no ocupan el centro de la barca. Has encontrado en la fe el punto de apoyo que necesitaba la palanca de tu vida para poder moverse ella misma y mover el mundo.

Casto Acedo Gómez. Agosto 2020 paduamerida@gmail.com 

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