viernes, 23 de febrero de 2018

Convertir nuestra imagen de Dios (II Cuaresma B)


¿No habéis oído decir alguna vez eso de “yo no puedo creer en un Dios que permite la muerte de su Hijo”? ¿No se ha acusado al Dios de la Biblia de ser un Dios sangriento y vengador? ¿No hay personas que achacan un cierto masoquismo a los que seguimos al crucificado? Pues sí. Para muchos la fe cristiana, y su antecesora judía, aparecen como  más inclinadas al sufrimiento que a la felicidad o el placer.

 Muchos, y curiosamente entre los que más sufren, tienden a hacer promesas dolorosas a Dios: ayunos excesivamente rigurosos, duras peregrinaciones, exigentes mortificaciones; su religiosidad natural les lleva a imaginar un Dios a imagen del hombre, una divinidad cuya ira necesita ser aplacada con sacrificios. ¿No existen aun quienes hacen del cilicio un arma para ganar la benevolencia divina?  Nos preguntamos: ¿Quiere Dios el dolor gratuito del hombre? ¿Es nuestro Dios amante del dolor y el sufrimiento?

Convertir nuestra imagen de Dios

El texto de Gn 22, 1-18, narra lo que se ha dado en llamar el sacrificio de Isaac, aunque en realidad ese sacrificio nunca se llegó a consumar; Dios irrumpe oportunamente deteniendo la mano de Abrahán. La narración es tan cruda y escandalosa que quien la describe comienza previniendo al lector: “Dios puso a prueba a Abrahám” (22,1).

Así pues, el mandato de sacrificar a su único hijo se presenta como una tentación, una prueba; bastante dura, por cierto, aunque no extraña a la cultura en la que la historia se desarrolla. En el entorno y tiempo de Abrahán, entre los cananeos era costumbre el sacrificar seres humanos a los dioses; la arqueología da fe de ello. Tal vez Abrahán llegó a sentir también la tentación de honrar a su Dios ofreciéndole lo mejor que tenía: su hijo único. 

¿Qué imagen de Dios tendría el padre de la fe en aquellos momentos? ¿No estaría entre sus ideas la de un Dios que pide dolor y sangre? Puede que así fuera, y Dios le provocó para que abandonara esa imagen. Antes de este episodio Abrahán creía en un Dios dispuesto a aceptar sacrificios humanos; después de la experiencia del monte Moria tuvo claro que Dios no quiere la muerte del hombre, ni su dolor gratuito, sino sólo su fidelidad.

Unidos a Abrahán en este trance aprendemos una lección importante: hemos de estar siempre abiertos a convertir nuestra imagen (idea) de Dios. ¿En qué Dios creemos? Porque nuestro Dios no quiere penitentes de Semana Santa que dañen su cuerpo hasta sangrar, ni pide duras disciplinas que endurecen el cuerpo, y también el corazón como efecto secundario.

La ofrenda que Dios quiere es ante todo espiritual, que nuestro corazón no sea de piedra sino de carne (Ez 36,26); no pide Dios el castigo del cuerpo como si de un enemigo se tratara, sino la entrega de la voluntad a sus designios, el sacrificio de la fe (Hb 11,17-19). Dios quiere personas que, como el Hijo, aprenden a obedecer sufriendo, pero no con sufrimientos buscados, sino con aquellos que son consecuencia de la lucha por el Reino de Dios y la persecución por causa de su nombre (Mt 24,9). Por tanto, ¡fuera sufrimientos inútiles!, ¡fuera sacrificios rebuscados que conducen más a la soberbia de creerse justificados que a la humildad de saberse pecadores!. “No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo” (22,12).

Abrahán, padre de la fe

Abrahán, por su fidelidad obediente al Padre, es figura del que luego vendría como el Amén, el Testigo fiel (Ap 3,14). También Isaac, el hijo, personaje aparentemente pasivo en el relato, es figura de Cristo (Hb 11,19). Cargando sobre sus hombros la leña para el sacrificio sube paciente hacia la cima del monte Moria. Las preguntas e inquietudes que presenta ante su padre, “¿dónde está el cordero para el sacrificio?”son respondidas con un “Dios proveerá” (Gn 22,7-8).  Sin queja, sin resistencia, Isaac se deja atar y se ofrece abandonándose a Dios en un acto de fe difícil de superar. 
 
Si admirable es el padre (Abrahán), no lo es menos el hijo (Isaac). Un elocuente comentario de la literatura judía sobre Gn 22,9-10 nos ayuda a entender la fe de ambos: “Después Abrahán extendió la mano y tomó el cuchillo para sacrificar a su Hijo Isaac; entonces Isaac tomó la palabra y dijo a Abrahán su padre: ´Padre mío, átame bien para que yo no te de golpes con los pies de tal modo que tu ofrenda sea inválida y yo sea precipitado en la fosa de la perdición en el mundo venidero´. Los ojos de Abrahán estaban fijos en los ojos de Isaac y los ojos de Isaac estaban vueltos hacia los ángeles de lo alto. Abrahán no los veía. En este momento descendió de los cielos una voz que decía: `venid a ver a dos personas únicas en mi universo. Uno sacrifica y la otra es sacrificada; el que sacrifica no duda y el que es sacrificado extiende la garganta”. 

¿No nos sirve este relato para iluminar la experiencia de Cristo en el Calvario, confiando también en la providencia del Padre?
 
Sin duda, podemos contemplar en Abrahán e Isaac al Padre y al Hijo; al que ofrece y a quien se ofrece. Y lo hacen mostrando una tremenda paciencia con nosotros: “Cristo murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios”, proclamaba la liturgia del domingo pasado (1 Pe 3,18). Hoy se nos exhorta: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?” (Rm 8,31-32)). ¡Qué hermosa definición de Dios! No es el que nos inmola a nosotros, el que exige de nosotros el pago del llanto, sino el Cordero que nos sustituye en el castigo merecido, Cordero de Dios que, cuando merecemos la muerte por nuestros pecados, nos perdona en el momento oportuno (cf Gn 22,13).
 


Dice el prefacio de este domingo de la transfiguración que “después de anunciar su muerte a los discípulos Jesús les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección”, que la última palabra no la tiene el sufrimiento y la muerte sino el gozo y la vida.

La  transfiguración es el relato de una experiencia mística, de una cercanía del misterio, el relato de un encuentro con el inefable, con Dios: “sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador” (Mc 9,3). Dios es aquel que no se puede ver, no por falta de luz, sino porque el exceso de luz ciega los ojos. Y la luz de Dios es el amor. ¿Por qué el misterio de la cruz ha sido siempre una luz que alumbra a unos y ciega a otros?

Los que aceptan la cruz como condición de su camino encuentran en ella una luz para su vida; su existencia queda iluminada por la cruz. Sin embargo, los que se escandalizan ante el dolor y el sufrimiento, los que no quieren tomar la cruz, y todos aquellos que hacen del sufrimiento rebuscado una exigencia de Dios, quedan ciegos y se encaminan al abismo. ¡Qué importante es que te preguntes por la imagen que tienes de Dios y te conviertas al Dios de Abrahán, Dios Padre de Jesucristo, Dios todo amor y ternura!

Casto Acedo Gómez. Febrero 2018..  paduamerida@gmail.com.

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