jueves, 22 de octubre de 2020

La importancia del amor (25 de Octubre)

    Ex 22,20-26; Sal  17,2-4.47.51; 1 Tes 1,5c-10; Mt 22,34-40


Cuando la vida se lee en clave de competitividad (o tú o yo) y la envidia se apodera del hombre, el alma se envenena y busca cualquier subterfugio para derrotar al enemigo. Desde esa carrera de poder y envidia es desgraciadamente habitual que  a la hora de programar una campaña electoral el político de turno incida más en el modo de desacreditar al contrario que en la tarea de poner sobre la mesa el propio crédito. Y es que resulta más fácil y cómodo desfigurar la imagen del vecino que edificar honradamente la propia; lo primero es sólo cuestión de declaraciones puntuales y lo segundo exige el ejercicio continuo de la virtud.  

Pues bien, sólo desde una postura de competición y celotipia es posible entender la obsesión de los judíos por comprometer la imagen de Jesús. El Nazareno, con su buen hacer y decir, se ha granjeado la simpatía del pueblo, que ahora le sigue en masa. Fariseos y saduceos no soportan que el pueblo, que antes les idolatraba, ahora les de  ostensiblemente la espalda. 

Los saduceos, al plantearle el tema de la resurrección de los muertos (cf Mt 22,23-33) fracasaron estrepitosamente. En esa ocasión Jesús no sólo resultó ser un predicador con éxito sino que además se mostró poseedor de una sagaz inteligencia. Los fariseos, adversarios de los Saduceos, debieron alegrarse del fracaso de éstos, y ahora son ellos, especialistas en temas teológicos y legales, los que tienen la oportunidad de poner en descrédito al profeta. Si pueden con Él conseguirán dos cosas: despojar a Jesús de las simpatías populares y poner en evidencia la ineficacia de los Saduceos.

La postura judía: el hombre al servicio de la ley

En tiempos de Jesús los eruditos judíos andaban embarcados en discusiones meticulosas sobre las prescripciones legales. Habían llegado a cifrar en más de seiscientos -en concreto 623- los preceptos que debería cumplir escrupulosamente cualquier judío que se preciara de tal. En el empeño habían llegado incluso a estipular el número de pasos que se pueden dar en sábado sin dejar de guardar ese día para el Señor. Tanto legalismo tuvo sus consecuencias: el espíritu quedó ahogado por la ley, la libertad aplastada por la “necesidad legal"; y así la ley sustituyó a la misericordia. 

Jesús denuncia duramente tal estado de cosas: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del aneto y del comino, y descuidáis lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe! Esto es lo que había que practicar, aunque sin descuidar aquello” (Mt 23,23). Cuando los estudiosos se centran en la investigación de algo sin tener en cuenta a la persona (ética profesional, amor), cuando se dedican a jugar con las leyes de la naturaleza sin sopesar las consecuencias para la humanidad, podemos temernos lo peor. Eso  pasaba a los fariseos; analizaban meticulosamente  los preceptos del decálogo prescindiendo del hecho de que la ley es para servicio del hombre y no el hombre para servir a la ley, tal como  lo hizo saber Jesús (cf Mc 2,27; Mt 12,1-13). El resultado no fue otro que la esclavitud del legalismo sin amor.


Cuando a Jesús le preguntan “para ponerlo a prueba: “Maestro ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?” (Mt 22,35-36) discutían si habría algún precepto que pudiera resumir a todos los demás. Con su pregunta pretenden que Jesús tome partido por un bando u otro de las estériles discusiones del momento. Dada su apuesta por el hombre se podría esperar de Él una respuesta en extremo humanista -más importante que amar a Dios es amar al hombre- con la que poder acusarle de menospreciar a Dios.

Jesús: La ley al servicio del hombre.
 
Pero Jesús, como hizo siempre, no cae en la trampa de entrar en polémicas inútiles, ni tampoco en el error de reducir la religión a simple humanismo o humanitarismo. Su respuesta va al grano poniendo en evidencia la vacuidad de las discusiones teológicas desligadas del compromiso por el bien de las personas. Recurriendo a la misma ley mosaica Jesús remite a la más esencial enseñanza del pueblo de Israel, y que lo será también del nuevo pueblo que es la Iglesia; en línea con la más pura tradición judía responde: “Escucha, Israel, el Señor es tu único Dios, “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todo tu ser. (Dt 6,4) Éste mandamiento es el principal y primero”.Lo primero que manda el precepto del Deuteronomio (6,4-6) que Jesús cita es escuchar (¡escucha, Israel!), porque si se carece de la actitud adecuada de escucha de la palabra y se acude a ella para justificar las propias ideas, de nada sirve el mandato. Y tras esa invitación a abrir sin prejuicios el oído del corazón, el mandato judío citado por Jesús apunta a que lo primero es amar a Dios. Y con él amar al hombre: “el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas” (Mt 22,37-40).

Si dejamos a un lado el mandato de escuchar, tenemos tres preceptos en uno: amar a Dios, amar al prójimo amarse a uno mismo. Ninguno de estos preceptos es veraz sin el otro, y no hay contradicción entre ellos, porque poner en primer lugar a Dios no supone rebajar al hombre, sino, al contrario, traerá consigo el reconocerlo en lo que realmente es y en lo que está llamado a ser en plenitud: hijo de Dios. Y amar a Dios en el hombre no sólo es una opción, sino una necesidad, porque el amor a Dios a quien no se ve es imposible sin amar al hermano al que se ve (1 Jn 4,20).

Por otro
lado, estos dos amores -a Dios y al prójimo- sólo son posibles desde un hombre que se ama a sí mismo al descubrirse como agraciado de Dios. Quien se desprecia a sí mismo se incapacita para amar a otros y al Otro. Más allá de los razonamientos legales,  la razón de fondo del compromiso de amar no nace de la institución de una ley que está sobre todas las leyes, sino de un acontecimiento: el amor de Dios que se ha manifestado en Jesucristo y ha alcanzado a la persona. La gratitud del converso al amor de Dios del que estaba tan necesitado se expande sin violencia interior hacia los que a su vez le necesitan: "No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto" (Ex 22,20). Si Dios te ha mostrado su amor, ¿responderás tú rechazando a tu prójimo?


* * *
En los últimos tiempos se ha acusado a la religión cristiana, y a las Iglesias que la predican, de ser alienantes, de alejar a los hombres de su propia realidad, de pasividad ante los problemas de la humanidad, de no hacer frente a las injusticias y crímenes que causan tanto daño y que son a su vez una de las principales causas de ateísmo, blasfemia y defección cristiana para el hombre contemporáneo (cf Gaudium et Spes,19).

¿Cómo respondería la cultura ilustrada de hoy a la pregunta sobre lo “lo más importante del cristianismo”? Me atrevo a sugerir que respondería que lo primordial es el “amor al prójimo”, dando así la vuelta al orden expuesto por Jesús, que no va del hombre a Dios sino de Dios al hombre. ¿Y no es lo mismo? Pues no, porque la primacía del amor a Dios es la garantía del amor al hombre; el cristiano ama al prójimo desde una motivación muy concreta: el descubrimiento de Dios, de su amor, de la convicción de su condición de criatura, del sentimiento de filiación que le hace sentirse “hermano”. 

Para el cristiano el amor no es cuestión de “liberalismo, igualitarismo y solidaridad” sino de “libertad, igualdad y fraternidad”, no nace de las ideas sino del corazón, no es fruto de la ley sino dela contemplación (conciencia) del amor de Dios, del Espíritu de libertad con que le reviste su fe en que es amado por Cristo Jesús. El motor del amor a uno mismo (autoestima) y del amor al prójimo es el amor a Dios que nace de saberse amado por Él.
 
Casto Acedo. Octubre 2020 paduamerida@gmail.com.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tu comentario puede ayudar a mejorar este blog