martes, 27 de octubre de 2020

Todos los santos (1 de Noviembre)



La fiesta de los Todos los Santos comenzó a celebrarse en los primeros siglos para resaltar la valentía de los “mártires”, primeros testigos de la fe. Muchos de ellos dieron su vida por el evangelio, creyeron en la utopía posible de un mundo empapado del espíritu de las bienaventuranzas según la mentalidad del Reino que Jesucristo predicó, una sociedad regida por los principios de amor como motor y la fraternidad como tarea. Por la causa del Reino vivió Jesús y por ella murió; los primeros mártires (santos) dieron su vida por la misma causa que Jesús, el Mártir, que “no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos”. (Mc 10,45)

Las bienaventuranzas, retrato de Jesús
 
Los santos son para nosotros modelo de vida cristiana, aunque el punto de referencia, la medida por excelencia, la tenemos en Jesús; él es el paradigma definitivo y último de toda bienaventuranza y santidad. Cuando proclamamos la santidad de los pobres de espíritu, de los mansos, de los que tienen hambre y sed de justicia, de los perseguidos (cf Mt 5,1-11), estamos haciendo una fotografía de Jesús, un resumen de su ser y su modo de vida. 

La santidad pertenece a Dios (al Hijo entregado por nosotros), y nuestra santidad es participada: “-Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido? ... –Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero” (Ap 7,13).  La blancura (santidad) no la dan los méritos de los santos, es un don de Dios, fruto de la sangre del Cordero que "con su sangre nos ha justificado" (Rm 5,9).  

Ahora bien, como  gracia que es, la santidad es gratis, pero no barata; es un don caro (valioso, precioso, querido) que pide el pago de una respuesta agradecida. Dios concede la salvación, pero el hombre ha de aceptarla, respondiendo a los requerimientos de su amor; recibir y vivir la santidad exige un acto de libertad, una decisión firme de luchar contra el mal y la muerte que también pugna por hacerse un hueco en el corazón del hombre. Responder “sí” a Dios, como María Santísima, supone a veces tribulaciones, sufrimientos; es el caro precio de la Santidad. 
 
Por lo que tiene de sacrificio, ser mártir (santo) no está de moda. Nuestra cultura hedonista y racionalista, que se jacta de  su hermosa declaración de Derechos Humanos, que no son sino un desarrollo del Evangelio pero sin su esencia: Dios, que quiere un mundo “como Dios manda” pero sin Dios; una cultura la nuestra que oculta sus injusticias envolviéndolas con hermosas teorías y prácticas solidarias puntuales, que se harta de regalar palabras mientras otros sufren hambre de pan; una sociedad que ha hecho del martirio una maldición al proclamar como indigno cualquier forma de sufrimiento. ¡Cuánto más si este sufrimiento es fruto de una elección libre por servir a Dios y al prójimo! Se cree en la solidaridad, pero que sea indolente y triunfalista; se busca la paz, pero con el corazón contaminado por el consumo, sin conciencia de que el derroche solo es posible por la explotación y violencia ejercida sobre otros.
 
Los santos, modelos de reforma para la Iglesia
 
Un mundo así está falto de santidad y necesitado de reforma; y para esto se necesitan testigos que con su manera de ser y estar muestren que no todo se perdió,  porque Dios sigue entre nosotros. Los grandes santos han sido hitos avanzados de la Iglesia, del mundo y de la vida misma. Siempre fueron incomprendidos porque pusieron ante los sorprendidos ojos de sus coetáneos una manera distinta de leer y actuar la historia. Auténticos rompedores. Nos interrogan acerca de cómo vivimos hoy la fe, de si somos alternativa a la sociedad como lo fueron ellos, de si estamos dando un toque de esperanza a la Iglesia y al mundo como ellos lo dieron.
 

Ser santo implica siempre una ruptura con lo viejo (pasado) y una mirada a lo nuevo (futuro). Los primeros mártires cristianos, con la radicalidad de su lucha por la libertad del hombre frente a los poderes imperialistas del mundo (idolatría de la riqueza, el poder y el estatus social) , fueron motivo de esperanza para la Iglesia naciente; por eso mismo la fiesta de Todos los Santos debería de ser para nosotros una llamada a la esperanza:

*Porque los primeros mártires cristianos (Esteban, Santiago, Pedro, Pablo, Ignacio de Antioquía, Eulalia de Mérida...) nos han enseñado que Dios no admite componendas con señores de este mundo, que merece la pena mantenerse fiel hasta el final, que aunque nos maten el cuerpo, más allá de esta vida pasajera hay Vida Eterna y, por tanto, otro mundo es posible.

*Porque hombres y mujeres como Francisco y Clara de Asís, Antonio de Padua, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz o Ignacio de Loyola, demostraron que una Iglesia oscurecida por la desidia y la tibieza de sus miembros puede ser “reformada”, puede renacer cuando nuevamente se da paso al Espíritu de Dios.
 
*Porque hombres de hoy, testigos privilegiados del amor de Dios, como Juan XXIII, Oscar Romero, Teresa de Calcuta, Carlos de Foucauld, y tantos otros que nosotros mismos hemos conocido, nos enseñan que el estilo de vida comprometido y alegre del Evangelio,es posible también en nuestro tiempo.
 
La Santidad de los hombres es un reflejo del amor de Dios, que no se queda encerrado en el fuero interno de la Santísima Trinidad, sino que creando (Padre), redimiendo (Hijo) y santificando (Espíritu Santo) sale afuera y hace partícipes de su santidad al mundo y a los hombres. Hoy la Iglesia peregrina hace memoria solemne de la  Iglesia triunfante, se alegra “por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia; en ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad” (Prefacio de la solemnidad). 

Los Santos son para la Iglesia modelo, ejemplo de cómo el reino de Dios ha tomado tierra; con su vida los han ido poniendo rostro al evangelio de Jesucristo, que en ellos ha pasado de ser letra a ser historia.  
 

* * *
Miramos hacia atrás recordando la vida ejemplar de los santos,  y en el hoy nos unimos a la gloria festiva de la Iglesia del cielo. Gozamos con ellos su bienaventuranza, pero no nos quedamos embebidos mirando al cielo, porque la sonrisa del triunfo de los nuestros nos anima a continuar la obra comenzada por Jesús. Él,  encabezando la procesión de los santos, está y estará siempre con nosotros hasta el fin de los tiempos (cf Mt 28,20). 

Seamos conscientes de que hemos recogido la antorcha de la fe que se viene pasando de generación en generación desde hace casi dos mil años. Por muy grises u oscuras que nos puedan parecer las circunstancias, sabemos que ya hubo tiempos peores y “dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Mt 5,11-12). Las dificultades son los dolores del parto que está alumbrando un mundo nuevo (cf Rm 8,22).

Casto Acedo  Noviembre 2020paduamerida@gmail.com.

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