martes, 13 de octubre de 2020

A Dios lo de Dios, al Cesar lo del César (Domingo 18 de Octubre, DOMUND)

 

 

El capítulo 21 del evangelio de san Mateo comienza narrando la entrada de Jesús en Jerusalén para, acto seguido, entrar en el templo y expulsar de allí a los mercaderes, curar algunos enfermos y provocar con ello la indignación de los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley que ponen en duda su autoridad (cf Mt 21,1-27). El pueblo le aclama y le escucha, y las autoridades conspiran contra Él. 

En este contexto refiere Jesús las parábolas de los dos hijos, los labradores homicidas y las bodas. La conclusión es siempre la misma: ya que los judíos se comportan como hijos obedientes sólo de palabra y no dan los frutos esperados se les quitará el Reino a este pueblo y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos; y se invitará a la boda a todo el que quiera asistir, ya que los primeros invitados han rechazado la invitación (cf Mt, 1,28-22,14).
 
Con estas parábolas y con el gesto de expulsar del templo a los mercaderes Jesús ataca directamente a los principales del judaísmo y al mismo templo, la institución judía más importante, centro del culto y del poder limitado que los romanos permiten a los judíos. Atacar el templo es atacar los fundamentos de la religiosidad y la autoridad judía; para los sanedritas, reacios a aceptar el cambio revolucionario que Jesús predica, no queda más salida que acabar con este hombre que pone en duda la legitimidad del culto y la ley; hay que buscar la forma de desacreditarlo ante sus seguidores, y hacerlo de manera que los romanos tomen cartas en el asunto y los responsables judíos queden al margen de la trama.

 
Lo divino no excluye lo humano
 
Tal como se escenifica en la entrada triunfal en Jerusalén, el pueblo aclama a Jesús y se pone de su lado (Mt 21,1-11); por su parte los fariseos ven menguar su influencia, y movidos por el miedo a que el Nazareno les gane más terreno “se retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta” (Mt 22,15). 

Se acercan a Jesús, y preparando el terreno para luego comprometerle, pronuncian una sentencia que a pesar de su intencionalidad malévola resume excelentemente la visión que el pueblo tiene de Jesús: “Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias” (Mt 22,16). Una vez cebado el pez con el engaño de la alabanza, le lanzan un anzuelo envenenado: "¿es lícito pagar impuestos al César o no?" (Mt 22,17). 

Tal vez cabría aquí decir aquello de "gracias por la flor pero me c. en el tiesto". Si Jesús dice que sí, se declara partidario del imperio romano y contrario al deseo de libertad del pueblo; si dice que no, se le acusará de sedicioso y habrá motivos para entregarlo al poder del César. Jesús, contra todo pronóstico, no responde ni que sí ni que no; astutamente, como hizo en el caso de la mujer adúltera que también le presentaron para comprometerle (cf Jn 8,3-11), reenvía la pregunta a la conciencia de sus interlocutores: “Enseñadme la moneda del impuesto. … ¿De quién son esta cara y esta inscripción? Le respondieron: del César. Entonces les replicó: pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,19-21).

Jesús evita responder con un sí o un no; a todos nos gustaría que Jesús nos dijera sí o no cada vez que le dirigimos una propuesta o pregunta; pero Jesús no hace eso; se limita a poner delante del hombre su propia responsabilidad en la toma de decisiones. “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21), unas palabras que muchos malinterpretan al sostener que con ella Jesús separa la religión de la vida política, lo sagrado de lo profano. 

¿Debe el cristiano alejarse de cualquier compromiso político y dedicarse a la contemplación de los misterios divinos hasta que llegue la hora de la muerte? ¡De ninguna manera! ¿Significa la respuesta de Jesús  que todo cristiano en los asuntos temporales tiene que obedecer sin rechistar a la autoridad política de turno? Tampoco. No es ese el sentido en que se deben leer las palabras de Jesús; a los fariseos y al pueblo que le escucha Jesús les dice que hay unos deberes temporales que cumplir, unas tareas políticas y sociales que realizar; hay que darle al César lo suyo cumpliendo con los deberes políticos y fiscales necesarios para el bien común, y eso es inexcusable.

Lo que hace inexcusables los deberes económicos y políticos es la obligación de darle a Dios lo suyo, que es justicia y derecho, protección del pobre, del huérfano y de la viuda (Is 1,17), y en esto no hay elección. Ahora bien, no dice Jesús el cómo concreto para hacerlo; ¿pagando el denario al César? Tal vez. O mejor no pagando y acogiéndose a la objeción fiscal.  Si la autoridad se opone a lo que Dios quiere, entonces el cristiano no está obligado a someterse a ella, ya que "hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch 4,19).

 

"Aquí estoy, envíame"
DOMUND 

Cuando hablamos de compromiso misionero seguimos anclados en tiempos pasados; imaginamos a sacerdotes, religiosos y religiosas que se van a países lejanos a dar a conocer a Jesús. Partimos de un presupuesto que cada día se muestra más falso: nosotros, que tenemos el evangelio, se lo transmitimos a quienes  no lo tienen.  

La misión es otra cosa. Nuestro mundo, aunque cada vez en menor grado, vive religiosamente, pero eso no significa que se viva evangélicamente. Ser misionero supone primeramente gozar de una experiencia de Dios, un encuentro con la persona de Jesús como evangelio, como buena noticia. La premisa del misionero es "conocer el evangelio", un conocer que abarca la experiencia de Dios (mística, oración profunda), conocimiento de los textos evangélicos (formación bíblica y teológica) y vida ordenada según el estilo de Jesús (virtudes; misericordia, donación, amor). Con todo esto, el misionero puede decir: "aquí estoy". Y sólo desde este ser y estar en Cristo, es verdadero el ofrecimiento: "¡envíame!". No somos conscientes de que el mejor modo de ser misioneros es siendo en primer lugar "misioneros de nosotros mismos", es decir, personas que han experimentado y asumen en su vida la riqueza de la persona de Jesucristo con entusiasmo. Sin ésto, la misión hacia otros no tiene mucho futuro.

Ser misionero es compartir esa experiencia vivida, expandir hacia todos el bien inmerecido que se ha recibido. Se trata de hacerse presente contagiando los valores del Reino en la familia, el trabajo, los negocios, la universidad, las instituciones políticas,...

El DOMUND (domingo mundial de la propagación de la fe) no puede reducirse a una celebración puramente pietista, desligada de las realidades que hoy vivimos. Esta jornada quiere que nos concienciemos de la necesidad de seguir impregnándolo todo con el olor del evangelio. La venida de Jesucristo, misionero del Padre, nos da la clave esencial para esa misión: encarnación. Primero encarnación de la "vida de Jesús en cada uno", entusiasmo por Jesucristo, amor loco por su persona y por la causa del Reino; sin este prefacio no hay nada que hacer. Luego, en segundo lugar, dejar que libremente fluya el evangelio que vivimos empapando a los que nos rodean. Es fácil, basta con que cada uno procuremos hacer nuestros los valores del Reino para que estos se desborden hacia fuera de nosotros (cf Mt 6,33). 

Para ser misionero no hacen falta muchas palabras, basta vivir la propia historia desde Dios. No sólo es sagrado el templo, la Biblia, las oraciones, los actos piadosos. Ya no hay una historia sagrada y otra profana; con la encarnación de Jesucristo Dios rompe todas las barreras que separaban lo sagrado de lo profano. Ya no hay distinción ni separación. 

¿Quiere esto decir que ya todo es profano? No, mejor decir que todo es sagrado; toda realidad está preñada de la presencia de Dios, y así la vida religiosa se juega en las relaciones del hombre consigo mismo, con la naturaleza, con el prójimo, todos sagrarios de Dios. Esta fue la misión del Hijo: hacer presente a Dios con su vida y reconciliar al mundo con Dios desde su vida diaria; y esta es también la misión de sus seguidores. 

Hoy, domingo misionero, no pongas tus ojos en la lejanía. Acerca tu mirada a tu misma persona (¡aquí estoy!) para luego volverla al mundo (¡envíame!).  Ahí, en los quehaceres diarios,  debes "dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios".  Da a todos lo mejor de ti mismo sabiendo que al hacerlo también lo estás dando a Dios.

Aprovecha para orar ("aquí estoy") por las misiones y para dar pasos hacia una mayor conciencia de que somos Iglesia misionera llamada a trabajar en favor de fraternidad universal.

Casto Acedo Gómez. Octubre 2020 paduamerida@gmail.com.

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