jueves, 10 de enero de 2019

Bautismo del Señor (13 de Enero)


El domingo pasado celebrábamos la Epifanía. Y en el Evangelio contemplábamos a Jesús-niño, en Belén, adorado por unos magos de oriente, y recibiendo unos regalos significativos: oro (ofrenda al que es Rey) incienso (para quien es Dios) y mirra (regalo para el hombre que es Jesús , y que recuerda el rito de perfumar el cadáver, en alusión clara a algo tan humano como la muerte, de la que también participará este niño).
 
La vida oculta.
 
Hoy el pasaje del bautismo de Jesús en el Jordán a manos de Juan da un salto en el tiempo y en el espacio, y encontramos a Jesús unos treinta años más tarde a orillas del río Jordán.  Los evangelios no dicen nada de la adolescencia y juventud de Jesús;  sólo hablan de un viaje a Jerusalén con sus padres, a los doce años, cuando el niño empezaba a ser alguien en la comunidad de los adultos y recibía el beneplácito para proclamar las escrituras en la sinagoga; a esa edad san Lucas nos presenta a Jesús enseñando a los doctores de la ley en el templo (cf Lc 2,41-52); pero este pasaje, que forma parte del evangelio de la infancia, no merece mucha credibilidad histórica; es más bien fruto de interpretaciones posteriores para resaltar el ser y la misión del niño-Dios.

Nos preguntamos: ¿Qué ha pasado en el periodo de tiempo intermedio, desde el nacimiento hasta la aparición en el Jordán? ¿Qué experiencias ha vivido Jesús en su infancia, adolescencia y juventud? Y no hay respuesta concreta a estas preguntas. Con razón se llama a este periodo el de la vida oculta de Jesús. Y esta vida oculta es también misterio, evangelio, buena noticia. No por ser conocida una cosa es susceptible de que aprendamos algo de ella. Es un gran testimonio que Dios hecho hombre pase en el ocultamiento unos treinta años y sólo tres (según san Juan) o uno (según los sinópticos) de vida pública. Dios se hizo hombre y, de hecho, como prácticamente todo ser humano, tuvo una vida  anónima, escondida, sin fama ni publicidad.
 
En esos años podemos imaginar a Jesús como un niño normal de su tiempo, como un joven que va madurando humanamente, aprendiendo su oficio, conociendo la realidad en la que se mueve, los problemas de su entorno, sensible a las alegrías y a los sufrimientos de sus vecinos. Podemos sospechar a Jesús en el silencio de Nazaret; contemplativo que abre los ojos y ve como la vida se mueve a su alrededor: amas de casa como su madre que amasan el pan poniendo la levadura y barren su casa buscando la moneda perdida; jornaleros que esperan ser contratados al amanecer; labradores que siembran el trigo, que cosechan y limpian el grano de la paja; vecinos que llaman en la noche a pedir un pan que necesita porque ha tenido un imprevisto; pastores que pasan el día entero buscando una oveja que se le ha perdido; hacendados que construyen grandes graneros para almacenar la cosecha,; novios que se casan y vecinos que fallecen y son sepultados; etc...  Sus años de predicación dan a entender que el joven Jesús no vivió ignorante de su mundo, sino abierto a la realidad que bullía a su alrededor; con esa apertura de mente y de corazón  adquirió una sabiduría que no dan los libros sino la vida. En sus años de Nazaret escuchó la "música callada" de Dios que en el silencio compone la sinfonía de su Reino.  

También podemos imaginar la evolución interior de Jesús. Tal como afirman muchos teólogos, el vecino de Nazaret fue tomando conciencia progresiva de su filiación divina,  hasta sentir esa realidad tan hondamente que no puede menos que dejar su tierra e irse a expandir por todos lados la compasión divina que ensanchaba su corazón. Sintió como suyos los sufrimientos e inquietudes de sus contemporáneos, se compadeció de ellos porque los vio  "como ovejas que no tienen pastor" (Mt 9,36), y tomando como suya la voluntad de Dios Padre, movido por el Espíritu Santo (Lc 3,18), decidió salir a liberar a los oprimidos por el mal (Hch 10,38). Todo un ejemplo de lo que debe ser la vida espiritual para cualquier cristiano: crecer en el silencio, abriendo los ojos a Dios y a la realidad que nos rodea y en la que Dios habla, tomando conciencia de la filiación divina otorgada en el bautismo,  y, desde esa conciencia, empeñarse en una vida de compasión y misericordia para la construcción de un mundo más justo.
 

El bautismo en el Jordán: siervo de Dios
 
En el evangelio de hoy  contemplamos a Jesús, ya adulto, alineado en el grupo de los que acuden a Juan Bautista para recibir el bautismo de conversión que éste predicaba. ¿Tiene sentido que Jesús, que es Dios, que no tiene pecado, se deje bautizar por Juan? La única explicación es que Jesús, que no es pecador, colocándose en la cola de los pecadores, quiere manifestar que está con ellos, que ha venido para meterse entre los pecadores y cargar con sus pecados.

 Dirá san Pablo que Dios “al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21). Hacia esta misma interpretación nos quiere llevar la lectura del profeta Isaías: “Mirad a mi siervo” (Is 42,1). En el bautismo Jesús se une al movimiento de Juan, que busca la conversión del hombre, el cambio de vida: “Te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos a los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas” (Is 42,6b-7). Jesús será el autor del cambio, del paso de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida que está llamado todo hombre. 

Jesús no salvará a la humanidad por decreto-ley sino por el camino de la encarnación, él mismo se unirá al grupo de los pecadores; no tiene pecado, pero vivirá el sufrimiento y la muerte,   consecuencias evidentes del pecado. Asumiendo el ser total del hombre, lo salvará. Una magnifica lección para todos nosotros, un principio que debería regir nuestra vida personal, social y pastoral. No se puede salvar lo que no se asume, lo que no se hace propio. ¿Entendido el mensaje? El Jesús que entre los pecadores se acerca a Juan Bautista, aunque él no conocía pecado ni necesitaba conversión, es el mismo Cordero de Dios, que carga (asume) los pecados de la humanidad entera,  y con su entrega de amor total (perdón) la redime. A la cruz apunta el bautismo. 

Así es. La persona de Jesús, vista desde la perspectiva del Siervo de Yahvé, nos da pie a reconocerle, ya desde el inicio de su vida pública en el Jordán, como aquel que será crucificado por nosotros y por nuestros pecados (cf Gal 3,13); el mismo Bautista lo presenta a los suyos diciendo de Él que es "el Cordero de Dios" (Jn 1,29). La imagen que más arriba acompaña este texto, La crucifixión, de Matthias Grünewald, resume esta enseñanza presentando al Bautista señalando con el dedo  al que por nosotros muere en la cruz. Para eso ha venido, para ser siervo de los siervos, para cargar con nuestras injusticias y maldades.
 
 

Nuestro bautismo
 
“Se oyó una voz del cielo: Tu eres mi hijo amado, mi preferido” (Lc 3,22). Una voz que bien podría oírse descendiendo del cielo en el momento en que Jesús muere en la cruz. Jesús es el Hijo de Dios. También nosotros, por el bautismo, somos hijos de Dios. Y también de nuestro bautismo dimana una llamada a vivir para y morir para los demás, una exigencia de servicio en favor de los hermanos. A la cruz apunta también nuestro bautismo.
 
Desde la exigencia de entrega y generosidad,  en línea con el ser y la misión de Jesús, hemos de recuperar el significado del bautismo que recibimos. Junto con la Eucaristía, este sacramento, está considerado uno de los más importantes. Sin embargo, es poco valorado, reflexionado y asumido. Solemos celebrar los aniversarios de boda o de nacimiento, pero poco sabemos acerca del día en que recibimos nuestro bautismo; la mayoría ignora incluso la fecha en que fue bautizado; algunos incluso el lugar. Son signos evidentes de la poca importancia que concedemos a este sacramento. Y no sólo es minusvalorado individualmente, da la sensación de que la propia iglesia-institución lo tiene en poco, no porque el Catecismo lo considere irrelevante, sino por la escasa o nula exigencia a la hora de administrarlo. 

Para acceder al sacramento del Orden Sacerdotal, de menor importancia teológica que el bautismo, aunque de mayor calado institucional, se le exigen al candidato una serie esmerada de requisitos: estudios de teología, espíritu de oración, un comportamiento moral recto, testimonio de fe, etc... Sin duda se trata de requisitos muy necesarios para el ejercicio del ministerio sacerdotal. Pero contrasta esa meticulosidad con la ligereza con que se administra el bautismo de niños; tengamos en cuenta que, aunque prácticamente toda la teología bautismal se hace teniendo como telón de fondo el bautismo de adultos, en la práctica normalmente se bautiza mayoritariamente a niños, haciendo de la excepción regla.

Para el bautismo de un niño no se exige a los padres más que el hecho de que lo pidan y, en última instancia, que asistan a una o varias charlas de dudoso valor para un discernimiento serio. ¿No estamos ante una contradicción? Ni siquiera la exigencia de unos padrinos confirmados nos sirve de garantía, dado que el sacramento de la confirmación tampoco asegura una fe madura, y el ritual del bautismo pide la fe y el compromiso de los padres; de los padrinos sólo exige el compromiso de la ayuda para educar en la fe.

Habría que preguntarse si el descenso del número de bautismos en nuestra iglesia no es debido al bajo discernimiento que se aplica al administrarlo. Tal vez la rutina y la costumbre de bautizar por sistema sea la consecuencia lógica de la perdida de significatividad de este sacramento. Cuando lo reducimos a acto meramente social, desligado de su conexión vital con la Palabra que alimenta la fe y la Caridad (comunión con el amor de Jesucristo) que le da crecimiento y madurez a la vida, no podemos extrañarnos de que muera por inanición.
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La Fiesta del Bautismo del Señor nos puede servir de acicate para redescubrir el valor y el significado del sacramento del bautismo y dignificarlo tanto en su fondo (repensar la relación fe-bautismo) como en su forma (bautismo de adultos, o de niños que tengan verdaderamente garantías de que recibirán la formación cristiana adecuada).
 
¿De qué sirve el sacramento del bautismo sin la posibilidad de una toma de conciencia progresiva de que somos hijos de Dios? Un catecumenado adecuado, antes del bautismo en los casos de bautismo de adultos, o con la mayoría de edad en los casos que fueron bautizados en su infancia, es algo irrenunciable si queremos ser fieles a la misión de Jesús. Se trata de conectar el signo bautismal, la fe, con la vida. 
 
Ya lo hemos dicho, cada vez son menos los niños que reciben el bautismo, y menos también los bautizados que consideran la fe en Jesucristo como algo importante para ellos; la vida matrimonial y familiar, la vida económica, laboral, o de relaciones sociales se desliga cada vez más de la norma cristiana. ¿No suponen estos datos una llamada apremiante a redescubrir nuestra fe bautismal? Responder a este reto es un camino largo donde está en juego la identidad cristiana en un mundo de pluralismo cultural y religioso. El primer paso para una renovación de nuestra espiritualidad cristiana bautismal está en mirar y seguir a Jesús de Nazaret, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Y, con él, asumir nuestra realidad y llevarla adelante con el mismo estilo del Crucificado-Resucitado.
 
 
 
 
Casto Acedo Gómez. Enero 2018. paduamerida@gmail.com.

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