martes, 17 de mayo de 2011

Vida contemplativa

El pasado día 14 de Mayo asistí en la Iglesia de santo Domingo de Soria a la profesión solemne según la Regla de Santa Clara de María Muñoz Cruz, a partir de  ahora Sor María Esperanza de Jesús-Eucaristía, que fue feligresa de la Parroquia de Santa María Magdalena de Don Alvaro, a la que, junto a san Antonio de Mérida, tengo el honor de servir como párroco. En esa parroquia recibió por primera vez la Eucaristía, fue confirmada y fue catequista.
Quizá en los tiempos que corren sorprenda más que nunca el hecho de que una persona joven opte por vivir toda su vida en clausura, entre cuatro paredes, como suelen decir los profanos. Hay quien tiene una visión tan negativa de ello que incluso llega a creer que el acto de enclaustrarse es una forma de “muerte en vida”. Pero ¿es eso cierto?, entrar en clausura, ¿supone enterrarse en vida? De ninguna manera. Esa puede ser la visión del que mira el acontecimiento desde fuera, pero quien hace una lectura desde dentro del claustro lo ve de otra forma; y esta apreciación es, en definitiva, la que cuenta.
En la convivencia posterior a la consagración de Sor María, en la cual las monjas y demás asistentes convivíamos con las rejas de la clausura de por medio, me preguntaba si no vivimos en dos mundos diferentes separados por unas rejas de hierro difíciles de traspasar. Y me respondía a mí mismo que sí y que no.  "Que sí", que hay dos mundos en este mundo, uno que se vive dentro, en la interioridad de la persona, y otro fuera, diseñado y dirigido  por la exterioridad de las cosas. Y "que no", que hay un solo mundo, porque tanto dentro como fuera está el Señor. El misterio de la Encarnación, por el que afirmamos que Dios se ha hecho hombre en Jesucristo, nos está diciendo que no hay dos mundos, uno sagrado y otro profano, sino que ambos han sido consagrados por la presencia de Dios. Por tanto, las hermanas que están  tras las rejas del locutorio están ahí, separadas del mundo (entendido éste como el sistema filosófico pagano que predomina), pero más dentro del mundo que nadie (entendido el mundo en su sentido espiritual), igual que Cristo estuvo en el mundo sin ser del mundo e invitó a los suyos a vivir en el mundo sin perder de vista que no pertenecen al mundo sino a Dios. Las Hermanas Clarisas no están en otro mundo sino en este; su mundo es el nuestro.
Una charla breve con Leonor, a quien conocí en mis años de seminarista por coincidir  ambos como voluntarios en  el Teléfono de la Esperanza de Badajoz y que ahora, según me dijo,  colabora con Andrés Cruz, el tío de sor María, en tareas parroquiales, me dio una clave de interpretación de la clausura que responde tanto a sus orígenes como a su pervivencia hoy.  “En cierta manera –decía Leonor- la opción de estas chicas jóvenes por vivir en clausura dedicadas totalmente a Dios es una opción anti-sistema”. Y lo creo cierto. Hay gran similitud –salvando las distancias- entre los grupos anti-sistema que surgen como reacción al capitalismo en lo que tiene de perverso y estas jóvenes que, con su elección, ponen en evidencia el modo de vida domesticado al que el sistema nos tiene tan acostumbrados. El hecho de que en un mundo que pregona hasta la saciedad las  libertades, el respeto y la  tolerancia sean tantos los que se escandalizan de la vida en clausura,  es señal de que el cristianismo, en su radicalidad evangélica, es tan contracultural hoy como lo fue en los primeros siglos.
La opción de las Hermanas Pobres de santa Clara es una opción cabalmente evangélica. Son herederas del monacato cristiano que surge en el siglo IV como reacción a un cristianismo que iba perdiendo su esencia a causa de su maridaje con el Imperio Romano. Los primeros monjes fueron unos radicales anti-sistema, entendiendo por “radical cristiano” a aquel que quiere volver a sus raíces procurando vivir su fe en comunidades cristianas exigentes en un entorno en el que el Evangelio comienza a diluirse y donde los cristianos comienzan a serlo más por conveniencia que por convicciones. El “signo profético” de los primeros monjes fue en principio individual: los eremitas, que se retiraron a vivir en solitario; más tarde surgen las primeras comunidades (cenobios). Hoy, en circunstancias distintas, cuando los cristianos tienden a ocultar su identidad por cobardía o conveniencia, y cuando las masas se alejan de la fe comprometida,  no viene mal que haya quienes “sin palabras” pongan en evidencia que Jesús sigue estando cerca y que es posible vivir a tope el Evangelio de Jesucristo.
Pero,  añaden algunos, ¿no estamos ante unas personas cobardes que como solución a los problemas del mundo huyen de su realidad?   Es la pregunta que se hacen quienes encumbran la vida religiosa activa y menosprecian el valor de los contemplativos. Hay que decir que los monjes no buscan la fuga mundi (huída del mundo) como respuesta a los males que hay en él; eso sería contrario al proyecto de Jesús, que por su Encarnación  quiso estar en el mundo. Vivir los valores evangélicos en clausura no es huir de la realidad del mundo, como muchos sospechan, sino tomar conciencia de que estamos en un mundo necesitado de Evangelio. La vida de oración  conduce precisamente a un mayor amor y cercanía al mundo pecador. La conversión cristiana no lleva  a un alejamiento del mundo sino a una mayor implicación en él, amándolo tal como es, viviendo totalmente entregado a él, como hizo Jesús. No se trata de huir del mundo sino situarse en el centro del mismo y amarlo haciendo de la vida, como hizo Jesús, una ofrenda por todos y cada uno de los hombres. Sólo desde el  amor así encarnado puede ser redimido el mundo.
Los primeros pasos del cristianismo estuvieron teñidos por la sangre de los mártires; el martirio fue considerado como uno de los signos más evidentes de la perfección cristiana. Seguir a Jesús hasta el final era caminar con Él hasta la cima del Calvario. El discípulo  aspiraba a ser mártir como lo fue el  Maestro,  morir por Cristo se consideraba el mayor honor y  la mayor gloria de la vida cristiana. El culto cristiano a los santos nace en la Iglesia como consecuencia y desarrollo  de la admiración por los mártires, a quienes se les considera ejemplarse y a quienes se recurre como mediadores en la oración.  La evangelización echó a andar no sólo con los pies de la Palabra, sino también con el  testimonio  del martirio.  Pues bien, creo que  también hoy, amén de los mártires de sangre que sufren violencia por proclamar su fe en Jesucristo y por su empeño en establecer la justicia propia del Reino de Dios, hay mártires (testigos) que con sus votos de obediencia, pobreza (sin propio, en lenguaje de las hermanitas pobres de santa Clara), castidad y clausura, son para nosotros un ejemplo evidente de que la vida verdadera no está en el libertinaje,  las riquezas, la sensualidad y la exterioridad desmedida sino en la cruz gloriosa de Jesucristo; y lo hacen, además, siendo orantes e intercesores cualificados en y por la Iglesia toda.
¿Se puede ser plenamente feliz siendo fiel a los requerimientos de la Palabra de Dios  (obediencia),  sin tener nada propio sino sólo en cuanto necesario (pobreza), volcando toda la afectividad del cuerpo y del corazón en el Esposo-Cristo (castidad) y viviendo alejado de las ambiciones del mundo sin dejar de sentirse parte de ese mundo (clausura)? Pues sí. Y a los que denigran esta opción de vida acusándola de “huída”, a todos aquellos que, contaminados del activismo ambiente denigran la vida contemplativa, decirles que los padres del monacato cristiano antiguo, así como los reformadores posteriores, como Francisco de Asís o Teresa de Jesús, curiosamente, no pecaron de inactividad, sino de una fecunda actividad espiritual que fructificó  en una mayor justicia para el mundo. A los hechos de la historia nos remitimos. Las pasividades contemplativas no son inactividad del Espíritu, sino acción de Dios en el mundo.
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Contempla a Dios en la Cruz y no verás inacción sino amor de Dios activo, actuando, en el mundo.  Los que minusvaloran la vida monacal en clausura deberían meditar el valor salvífico de algo tan “aparentemente pasivo” como la pasión y muerte del Hijo. Además, quienes menosprecian la contemplación han perdido la conciencia de que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, en el cual cada miembro tiene una función.
Amemos, pues, y apreciemos en su justa medida a las hermanitas pobres de santa Clara  y a todos los monjes y monjas que con su vida de oración alientan la vida misionera de la Iglesia. Su actividad orante nos anima a seguir peleando por la causa del Reino de Dios, y su estilo de vida no deja de ser denuncia profética para una sociedad que vive alejada del amor de  Dios y de la justicia de los hombres. Y, ante sor María Esperanza de Jesús-Eucaristía y el florecimiento de las vocaciones a la vida contemplativa entre  las Hermanas pobres de santa Clara me descubro,  las felicito y doy gracias a Dios;   porque en mujeres así, que lo dan todo  en la vida contemplativa o  en la activa, encuentro motivos para seguir creyendo, esperando y amando. 
Casto Acedo, . Mayo 2011.  paduamerida@gmail.com. 3390

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