miércoles, 10 de marzo de 2021

Los ojos en Él (Domingo IV de Cuaresma)

 

... Curas, serpiente blanca, a quien te mire
con ojos de pasión, que el duelo humano
recogiste entero...

…Y tú, blanco Dragón de nuestra cura, 
del Árbol de la muerte suspendido,
todo el veneno del dolor recoges.
Que es terrible tu amor, Dragón de fuego,
de quien las aguas de la vida manan.

(M. de Unamuno, El Cristo de Velázquez, 1ª Parte,XXXVI)
 
Me fascina la fuerza y el simbolismo tan depurado con los que Unamuno describe el poder sanador de la fe en el Crucificado. Y al meditar estos versos inspirados por el Cristo de Velázquez,  figura humano-divina suspendida en la cruz austera, pura luz que brilla en la noche, “Dragón blanco de nuestra cura”, se me abre una puerta a la esperanza.


Mirar la Serpiente, mirar al Crucificado

“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). Este texto de san Juan hace referencia a un pasaje del Antiguo Testamento donde se cuenta que Israel, durante la travesía del desierto, vivió momentos de tiniebla por abandonar los caminos del Señor. Las consecuencias del abandono se describen como castigo divino:
“Envió entonces Dios contra el pueblo serpientes abrasadoras, que mordían al pueblo; y murió mucha gente de Israel. Convencidos de su pecado el pueblo acude a Moisés: ´Hemos pecado por haber hablado contra Dios y contra ti. Intercede ante Dios para que aparte de nosotros las serpientes´. Moisés intercedió por el pueblo. Y dijo Dios a Moisés: ´Hazte un Abrasador y ponlo sobre un mástil. Todo el que haya sido mordido y lo mire, vivirá´. Hizo Moisés una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida” ( Nm 21,4-9).
En las narraciones mitológicas más antiguas la serpiente es un símbolo ambivalente; su veneno es mortal, pero el cambio de piel la relaciona con la regeneración, con la vida que surge de la muerte. 

El evangelio de san Juan proclamado este domingo habla de una serpiente colocada en un estandarte. La serpiente es el símbolo del dios griego Hermes,  mensajero de los dioses en la cultura griega, y muy relacionado con la química y la farmacopea. El libro del Génesis presenta a este animal como símbolo del demonio tentador, astuto (Gn 3,1), pero destinado por su maldad a vivir arrastrándose y mordiendo el polvo de la tierra (Gn 3,14). 

Pero la cita del evangelista Juan encuentra su principal referencia en el texto del libro de los Números y los relatos del Génesis más que en la mitología griega. 

Jesucristo crucificado, el sumo bien, es comparado al estandarte de la serpiente de bronce levantada en medio del campamento de Israel: todos los que mordidos por las serpientes (símbolo del mal y el pecado) levantan la vista hacia ella quedan curados, como son salvos de la oscuridad quienes levantan con fe la vista al Crucificado.

Mirada como símbolo de la cruz de Cristo, el estandarte con la serpiente pendiendo de ella tiene para los cristianos un significado ambivalente. En ella se concentran el veneno del hombre, capaz de odiar y matar al inocente, y el amor de Dios que ama perdonando y sanando. La segunda realidad eclipsa a la primera, tanto como para poder cantar en la noche de Pascua que “¡necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz culpa que mereció tal redentor!”

¿Feliz culpa? ¿Acaso la culpa puede hacer feliz al hombre? ¿No es esto una contradicción? No, si se admite que no es el pecado el que salva, no son las picaduras del mal las que dan la vida; es Jesucristo quien clavado en la cruz por (a causa y en beneficio de) nuestro pecado, carga ahí todo el dolor y los efectos mortales que la mordedura del mal traen consigo. “Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Cor 5,19-21).

Dios nos ha creado para que nos dediquemos a las buenas obras; esa es nuestra naturaleza original; pero vista la debilidad humana y su sometimiento al maligno, es finalmente en el amor gratuito de Dios-crucificado donde hallamos la vida y somos reconducidos al estado de inocencia que nunca debimos perder; la vuelta se da elevando los ojos y mirando a la cruz; basta con nuestra fe-confianza; “porque estáis salvados por su gracia mediante la fe” (cf Ef 2,4-10).


De la esclavitud a la libertad, 
de las tinieblas a la luz.

Desterrados, exiliados, abandonados, despreciados, arrojados a la desesperación, esclavos en la Babilonia que es el mundo del consumo, el individualismo, el sinsentido, las prisas…, el mensaje evangélico invita hoy a mantener viva la fe en el que puede liberarnos de la situación de esclavitud: “Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha, que se me peque la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías” (Sal 136,5.6). Son palabras del salmo 136 que el pueblo, de vuelta a Jerusalén, recita llorando de alegría  mientras contempla la ciudad. Mantener la mirada en la Ciudad Santa y desear volver a ella jugó un papel muy importante en la perseverancia y fortaleza del pueblo de Israel durante el exilio. Deseo y esperanza que se ve cumplida con la liberación y el regreso de los cautivos.

Darle la espalda a la Cruz, olvidarse de Jerusalén, conduce a la desesperanza, a entrar en una espiral de oscuridad y  muerte, dar la razón al mal. Abrazar esa oscuridad es vivir en el pecado, pues “todo el que obra perversamente detesta la luz” (Jn 3,20). Y esa perversión es mayor en tanto que “la luz vino al mundo y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz" (Jn 3,19). Pero quien se mantiene fiel a la promesa del regreso a casa, con la mirada puesta en nuestro caso a Jesucristo, "los ojos en Él", como dice santa Teresa, consigue vencer el miedo y atravesar finalmente las tinieblas accediendo al Reino de la luz. 


Tiempo de ver (mirar) a Dios

Se acerca la Semana Santa, y en ella la Pascua, palabra que significa “paso”: de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad de los hijos de Dios. La cuaresma te urge a dejar de ser oscuro, a abandonar el bando de las tinieblas, a abrir los ojos y entrar en la órbita de la luz. Es tiempo de ver a Dios.

¿Cómo llegar a la visión de Dios? “Ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. … De la misma manera, tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones. El alma del hombre tiene que ser pura, como un espejo brillante. Cuando en el espejo se produce el orín, no se puede ver el rostro de una persona; de la misma manera, cuando el pecado está en el hombre, el hombre ya no puede contemplar a Dios. Pero puedes sanar si quieres. Ponte en manos del médico y él punzará los ojos de tu alma y de tu corazón. ¿Qué medico es este? Dios, que sana y vivifica mediante su Palabra y su sabiduría” (San Teófilo de Antioquía, Oficio de lectura; miércoles III de cuaresma).

Al inicio de esta reflexión he comentado la luz del Cristo de Velázquez y su contraste con la oscuridad que sirve de fondo al cuadro. La Pascua que esperamos es la emergencia de la luz, su triunfo sobre la oscuridad. Vivimos tiempos de crisis; y no solo a causa de la pandemia del covid; también hay una pandemia de fe y esperanza, una desconfianza y desaliento a nivel económico, político y religioso que paraliza la voluntad de amar. 

Muchas personas viven en oscuridad, sin encontrar motivos para vivir; tal vez tú mismo, o tu misma, estés en ese grupo; la causa de sus tinieblas pueden estar, exteriormente,  en el zarpazo del paro, la pandemia u otras enfermedades, o en problemas familiares difíciles, que parecen no tener para ti otra puerta que la desesperación; otras veces el motivo es interno, tal vez no acabas de dar con la brújula interior que te señale el norte a seguir, o  puede que te hayas cansado de luchar y lleves demasiado tiempo una incómoda existencia gris (¿no sería mejor decir no-existencia?). 

Pues bien, en el núcleo de tus oscuridades la liturgia de hoy te invita  a levantar la vista y mirar al que ha sido elevado; a contemplar en la cruz, es decir, en la oscuridad, la luz del inmenso amor que Dios te tiene.

Es un buen ejercicio cuaresmal colocarte ante una imagen o cuadro del crucificado, -o basta con la imaginación, como propone san Ignacio en sus ejercicios-; puedes situarte ante la belleza del Cristo de Velázquez, que muestra maravillosamente ese contraste entre la luz de amor consumado que irradia Jesús y las tinieblas que adornan el fondo del lienzo. ¿Tus tinieblas?. Entre Cristo y ellas está  el madero de la cruz, para los hombres instrumento de odio y de pecado y para Dios instrumento de activo amor paciente; basta que mires esa imagen sin prejuicios, saboreando por la fe el beso de Dios que es el amor del crucificado. "Por ti murió y resucitó" (cf 1 Cor 15,3-4). La contemplación del amor de Dios en la cruz despertará tus sentidos y brotará un renuevo de fe del tronco seco de tu ser. Estás cerca de la Pascua.

También en la Eucaristía tienes la elevación de las especies eucarísticas: en la consagración, y en la invitación a la comunión: "Este es el cordero que quita el pecado del mundo". Es un momento para que contemples, para que vivas el instante haciendo un acto de fe, esperanza y amor, un momento de gracia, un kairós, en el que la luz del amor de Dios ahuyenta tus sombras. 

Contempla y vive.

Casto Acedo. Marzo 2021.
 paduamerida@gmail.com.

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