viernes, 13 de mayo de 2016

Pentecostés: fiesta del testimonio (15 de Mayo)


"Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas,
que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos.
Se llenaron todos de Espíritu Santo
y empezaron a hablar en otras lenguas,
según el Espíritu les concedía manifestarse.
Residían entonces en Jerusalén judíos devotos
venidos de todos los pueblos que hay bajo el cielo.
Al oírse este ruido, acudió la multitud
y quedaron desconcertados,
 porque cada uno los oía hablar en su propia lengua"
(Hechos de los apóstoles, 2,3-6)

"El que me ama guardará mi palabra,  y mi Padre lo amará,
y vendremos a él y haremos morada en él"
(Evangelio de Juan, 14,23)


 
Cuando hablamos de espíritu parece que nos referimos a algo abstracto, intangible, desconectado de la realidad del día a día, algo insustancial que nos distrae de la vida real e incluso nos ofrece el falso consuelo de una vida hermosa e inalcanzable. A quienes piensan así la espiritualidad se les presenta como algo etéreo, volátil, platónico, desencarnado. Sin embargo, la misma historia de la espiritualidad cristiana viene a desmentir estos prejuicios.
 
Los primeros cristianos, movidos por el Espíritu de Jesús, fueron perseguidos porque su síntesis de fe no se quedó en ideas filosóficas para eruditos platónicos o gnósticos sino que arraigó en la carne y se empeñó en hacer nuevas todas las cosas (Ap 21,5). Las primeras comunidades cristianas ofrecieron una visión nueva, una nueva espiritualidad en un mundo decadente y envejecido. Y no fue así solo al principio, también  ha sido así a lo largo de la historia. En el correr de los siglos el Espíritu de Dios en su Iglesia no ha cesado de dar frutos. 
 
En la Edad Media, cuando la misma Iglesia tendía a convertirse en un poder más político y económico que religioso, nacen las ordenes mendicantes (Domingo de Guzmán, Francisco de Asís) como un don del Espíritu para evitar la catástrofe. Con el nacimiento del humanismo renacentista, prefacio de la Edad Moderna, en momentos de apertura a una sociedad más universal propiciada por el descubrimiento del nuevo mundo, cuando Lutero pone en crisis a la misma Iglesia, surgen los grandes reformadores del XVI: Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Bartolomé de las Casas, Vicente de Paul, Felipe Neri, Toribio de Mogrovejo, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Juan de Dios, y tantos otros que movidos por el Espíritu responden a la coyuntura histórica que les tocó vivir. La llegada de la ilustración nos da nombres como Alfonso María de Ligorio, Juan Bosco, Pablo de la Cruz y una nube inmensa de autores espirituales que responden a su tiempo con una espiritualidad barroca exigente en lo personal y muy activa hacia el exterior con grandes obras misionales, educativas y de caridad.
 
El siglo XX no se quedó atrás. Baste citar a Teresa de Lisieux , Edith Stein, Rafael Arnáiz, Charles de Foucauld,  o Juan XXIII, que invitó a abrir de par en par las ventanas de la Iglesia para que se ventile con los aires del Espíritu; junto a ellos, teólogos y filósofos tocados por el dedo de Dios con una talla intelectual y mística nada despreciables como Jacques Maritain, Gabriel Marcel, Enmmanuel Mounier, Henry de Lubac o Karl Rahner; y hombres y mujeres de acción que conmovieron la conciencia de occidente con su testimonio profético como hicieron Oscar Romero y la madre Teresa de Calcuta. 

 Cada uno de estos espirituales se caracterizó por responder a su momento histórico desbordando en él las aguas del Espíritu que habían recibido de Dios. Creyeron y bebieron de la fuente que es Cristo, y de sus entrañas manaron torrentes de agua viva para el mundo (cf Jn 7,37-38). Los dones del Espíritu se reparten entre muchos para edificación de todos, como los miembros de un cuerpo sirven para la edificación del mismo (cf 1 Cor 12,7); así cada uno recibió un carisma especial del Espíritu para edificación de la Iglesia. 
 
A nosotros, que vivimos el siglo XXI, nos toca continuar la obra de los que nos precedieron. Pentecostés nos llama a vivir en el Espíritu, a hacer ejercicios espirituales tales como la contemplación de Cristo en su humanidad y divinidad (res divina contemplare) y vivir la compasión volcando nuestro ser en el servicio a los más pobres (et contemplata alii tradere). Cuando el mundo nos vea así, llenos de Dios y alegres en el servicio de los humildes, quedará desconcertado, porque cada uno nos oirá hablar en su propio idioma, y todos lo entenderán, porque ese es el lenguaje de Dios, lenguaje de gestos de amor evidentes sin el cual es imposible anunciar el Evangelio y sentar las bases de una espiritualidad nueva para el siglo XXI.


¡Envía, señor, tu Espíritu y repuebla la faz de la tierra!
¡FELIZ PASCUA DE PENTECOSTÉS!

Casto Acedo. Mayo 2016.  paduamerida@gmail.com.

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