miércoles, 18 de junio de 2014

Pan de vida y bebida de salvación

Cuerpo y Sangre de Cristo (ciclo A)
Dt 8,2-3. 14-16  -  1Cor 10,16-17  -  Jn 6,51-59

   
Para muchos de nosotros es fácil oír misa entera por costumbre, escuchar las diversas lecturas sin ponerlas en práctica, ofrecer el pan y el vino siguiendo los ritos establecidos, darnos la paz y continuar encerrados en nuestro egoísmo, comulgar sin convertirnos…
Muy diferente, compartir el pan y el vino entregando nuestra vida, como dice Jesús: El pan que doy es mi carne para la vida del mundo.

Los frutos de la tierra
   Ante la propuesta del presidente de EE.UU. de comprar sus tierras,
Seattle -jefe de los Suwamish- le responde, diciendo entre otras cosas:
-Nosotros somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros.
-Los ríos son nuestros hermanos, ellos sacian nuestra sed.
-Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vivir.
-Para el hombre blanco, la tierra no es su hermana sino su enemiga, 
 y después de conquistarla la abandona, y sigue su camino.
-Él trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el cielo,
 como objetos que se pueden comprar, saquear y vender.
 Su voracidad arruinará la tierra dejando tras de sí un desierto.
-El aire es precioso porque todas las criaturas respiran en común.
Esta carta, de 1855, no pudo detener la invasión y el genocidio.
   Hoy en día, la explotación irracional destruye la biodiversidad,
y pone en peligro la vida de millones de campesinos e indígenas,
que son expulsados de sus tierras para vivir hacinados en la ciudad.
Lo mismo sucede con la industrialización salvaje y descontrolada,
que elimina los bosques, contamina el agua y convierte las zonas
explotadas en inmensos desiertos (Doc. de Aparecida, 2007, n.473s).
Además, el cambio climático es una amenaza para la paz mundial.
   Sin embargo al principio no fue así, porque el Padre misericordioso
nos entregó la tierra para cuidarla y cultivarla (Gen 2,15). Por eso,
la Eucaristía nos compromete a trabajar para que el pan y el vino
que ofrecemos, sean fruto de una tierra fértil, pura e incontaminada.

Los frutos del trabajo
   Bartolomé de las Casas (1484-1566) llegó a tierras americanas
en 1502, como un colono más. En 1507 fue ordenado sacerdote, para
entonces ya era un rico encomendero de tierras e indios, en la actual
República Dominicana y Cuba. Como él mismo lo dice: Estuve bien
ocupado y cuidando mis granjerías, enviando a los indios a sacar oro
y hacer sementeras, aprovechándome de ellos cuánto más podía.
   En abril de 1514, le piden celebrar la Eucaristía en la Doctrina del
Espíritu Santo (Cuba), y predicar sobre el Eclesiástico 34,18-22:
Robar algo a los pobres y ofrecérselo a Dios es como matar un hijo
delante de su padre. La vida del pobre depende del poco pan que
tiene, quien se lo quita es un asesino. Quitarle el sustento al prójimo
es como matarlo, no darle al obrero su salario es quitarle la vida.
   Viendo la miseria, servidumbre y esclavitud que padecen los indios,
descubre que todo eso es ceguera, injusticia, tiranía… y que nadie
podrá salvarse si maltratan a los indios que también son hijos de Dios.
Ahora bien, cuando Bartolomé comprende que el pobre es el indio,
cuando constata que como encomendero explota a los indígenas,
cuando descubre que va a ofrecer el pan que ha robado a los pobres…
su conciencia le acusa que no puede celebrar la Eucaristía, si antes
no dejaba en libertad a los indios esclavizados en sus encomiendas.
Y así lo hizo el 15 de agosto de 1514, día de su verdadera conversión.
Solo después pudo celebrar la Eucaristía, ofrecer el pan de la justicia,
el pan que es fruto de la tierra y del trabajo del hombre y de la mujer.
Ciertamente la gloria de Dios consiste en que todos tengan vida plena.
Años más tarde, en 1522, Bartolomé de las Casas ingresa a la Orden
de los Predicadores y, durante 52 años, será Defensor de los indios.
   Si comemos la carne del Hijo del hombre, pero no compartimos
nuestro pan con los hermanos que tienen hambre, ¿de qué sirve?
¿Podemos los cristianos beber la sangre del Hijo del hombre,
y permanecer indiferentes ante tanta sangre derramada injustamente?
¿Por qué decimos que creemos en la vida eterna, y no nos importa
los pobres Lázaros que sobreviven cubiertos de llagas y con hambre?
Por eso, si al llevar tu ofrenda al altar, te acuerdas de que tu hermano
tiene alguna queja contra ti, deja ahí la ofrenda delante del altar,
y anda primero a ponerte en paz con tu hermano (reconciliarte).
Solo así podrás volver al altar y presentar tu ofrenda (Mt 5,23s).
J. Castillo A. 

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