miércoles, 23 de abril de 2014

Heridas que reconcilian

II Domingo de Pascua (ciclo A)
Hch 2,42-47  -  1Pe 1,3-9  -  Jn 20,19-31
 
 Las personas que han sufrido miedo, amenazas, torturas, prisión… al ser abandonadas a su propia suerte, viven encerradas en sí mismas y, lo que es peor, muchas veces terminan dementes o se quitan la vida.
Muy diferente cuando una mano amiga las acogen y acompañan, para que lleguen a ser no solo víctimas reconciliadas consigo mismas, sino también víctimas reconciliadoras con los que siguen sufriendo.

Con las puertas bien cerradas
   La tarde de aquel domingo (día del Señor), los discípulos de Jesús
están en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
¿Hoy, puede la Iglesia permanecer encerrada por miedo? Escuchemos  
al papa Francisco que dice: Prefiero una Iglesia accidentada, herida
y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el
encierro y la comodidad… Más que el temor a equivocarnos, espero
que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan
falsa seguridad, en las normas que nos vuelven jueces implacables,
en las costumbres donde nos sentimos tranquilos… (EG, n.49).
Y en Aparecida se dijo: La Iglesia necesita una fuerte conmoción
que le impida instalarse en la comodidad, el estancamiento
y en la tibieza, al margen del sufrimiento de los pobres (DA, n.362).
   Para superar ‘encierro y miedo’, Jesús se aparece a sus discípulos,
y lo primero que les anuncia es la paz. Desde entonces sus seguidores
debemos salir para proclamar la paz allí donde hay odio y violencia.
Luego, les muestra sus manos perforadas y su costado abierto,
para no olvidarnos que fue crucificado por anunciar el Reino de Dios
y por dar vida a las personas marginadas por la sociedad y la religión.
Después, sopla sobre ellos diciendo: Reciban el Espíritu Santo.
Se trata del Espíritu que nos da vida plena y nos libera de todo temor:
En el mundo van a sufrir, pero tengan valor, yo he vencido al mundo.
A continuación, el Profeta de la misericordia no quiere venganzas
ni excomuniones sino perdón: acoger a pecadores y comer con ellos.

¡Felices los que creen sin haber visto!
   Ocho días después, los discípulos están reunidos y Tomás con ellos.
Jesús se aparece en medio de ellos y les dice: La paz esté con ustedes.
Esta Paz de Jesús no debemos confundirla con la paz que da el mundo
construida, generalmente, sobre la injusticia, las amenazas, el terror…
fruto de la carrera armamentista, gran crimen de nuestra época.
Qué diferente, cuando animados por la Paz de Jesús, buscamos vida
digna para todos, respetamos las diferencias, fomentamos la unidad.
   Cuando Jesús invita a Tomás a tocar sus manos y su costado,
nuevamente nos encontramos ante un proceso de reconciliación.
Las heridas de Jesús no han desaparecido. En este sentido, nada
diferencia a Jesús de cualquier superviviente que debe sobrellevar,
durante el resto de su vida, el peso de las heridas que ha padecido.
Pero cuando Jesús enseña sus heridas a Tomás, es porque esas heridas
ya no son fuente de dolor y de recuerdos desgarradores; son ahora
heridas que sanan, señalando un futuro diferente de vida y esperanza.
También las heridas de personas torturadas son parte de su historia,
pero al asumirlas de una manera diferente son heridas que sanan.
Por eso, para cualquier proceso de reconciliación los mejores agentes
son las personas que han experimentado un camino de reconciliación.
   Tomás, una vez reconciliado, proclama: ¡Señor mío y Dios mío!
Solo después del Prólogo (Jn 1,1), Jesús resucitado es llamado Dios.
Recordemos que para los judíos, la prueba de que Jesús debía  morir
era que Él, no solo quebrantaba el sábado, sino que además decía
que Dios era su Padre, haciéndose igual a Dios (Jn 5,18;  cf. 10,33).
  Finalmente, Jesús le dice a Tomás: Tú crees porque has visto.
y, mirando al futuro, anuncia: ¡Felices los que creen sin haber visto!
Desde entonces, la comunidad de discípulos no se reduce a los Doce,
que estaban reunidos en un lugar y en un tiempo determinados.
En adelante, quienes hemos recibido el don de la fe somos felices,
y también discípulos de Jesús aunque no le hemos visto físicamente.
Felices si seguimos el ejemplo del buen samaritano: ver a los heridos
y abandonados en nuestros caminos, compadecernos de ellos, curar
sus heridas, llevarlos a la posada, cuidar de ellos… (Lc 10).
Felices si como el ciego de nacimiento decimos: Creo, Señor (Jn 9).
Felices si confesamos como Marta: Sí, Señor, yo creo que tú eres
el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido a este mundo (Jn 11).
J. Castillo A.

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