II Domingo de Pascua (ciclo A)
Hch 2,42-47 - 1Pe
1,3-9 -
Jn 20,19-31
Las personas que han
sufrido miedo, amenazas, torturas, prisión… al ser abandonadas a su propia suerte, viven
encerradas en sí mismas y, lo que es peor, muchas veces terminan
dementes o se quitan la vida.
Muy diferente cuando una
mano amiga las acogen y acompañan, para que lleguen a ser no solo víctimas reconciliadas consigo mismas, sino también víctimas reconciliadoras con los que siguen sufriendo.
Con las puertas bien cerradas
La tarde de aquel domingo
(día del Señor), los discípulos de
Jesús
están en una casa con las puertas cerradas
por miedo a los judíos.
¿Hoy, puede la Iglesia permanecer
encerrada por miedo? Escuchemos
al papa Francisco que dice: Prefiero una Iglesia accidentada, herida
y manchada por salir a la
calle, antes que una Iglesia enferma por el
encierro y la comodidad… Más que
el temor a equivocarnos, espero
que nos mueva el temor a encerrarnos
en las estructuras que nos dan
falsa seguridad, en las
normas que nos vuelven jueces implacables,
en las costumbres donde
nos sentimos tranquilos… (EG, n.49).
Y en Aparecida se dijo: La Iglesia necesita una fuerte conmoción
que le impida instalarse
en la comodidad, el estancamiento
y en la tibieza, al
margen del sufrimiento de los pobres (DA, n.362).
Para superar ‘encierro y
miedo’, Jesús se aparece a sus discípulos,
y lo primero que les anuncia es la paz. Desde entonces sus
seguidores
debemos salir
para proclamar la paz allí donde hay odio y violencia.
Luego, les muestra sus manos perforadas y su costado abierto,
para no olvidarnos que fue crucificado por
anunciar el Reino de Dios
y por dar vida a las personas marginadas por
la sociedad y la religión.
Después, sopla sobre ellos
diciendo: Reciban el Espíritu Santo.
Se trata del Espíritu que nos da vida plena y
nos libera de todo temor:
En el mundo van a sufrir,
pero tengan valor, yo he vencido al mundo.
A continuación, el Profeta
de la misericordia no quiere venganzas
ni excomuniones sino perdón: acoger a pecadores y comer con ellos.
¡Felices los que creen sin haber visto!
Ocho días después, los
discípulos están reunidos y Tomás con ellos.
Jesús se aparece en medio de ellos y les dice:
La paz esté con ustedes.
Esta Paz
de Jesús no debemos confundirla con la paz
que da el mundo
construida, generalmente, sobre la injusticia,
las amenazas, el terror…
fruto de la
carrera armamentista, gran crimen de nuestra época.
Qué diferente, cuando animados por la Paz de
Jesús, buscamos vida
digna para todos, respetamos las diferencias,
fomentamos la unidad.
Cuando Jesús invita a
Tomás a tocar sus manos y su costado,
nuevamente nos encontramos ante un proceso de
reconciliación.
Las heridas de Jesús no han desaparecido. En este sentido, nada
diferencia a Jesús de cualquier superviviente que debe sobrellevar,
durante el resto de su vida, el peso de las heridas que ha padecido.
Pero
cuando Jesús enseña sus heridas a Tomás, es porque esas heridas
ya no son fuente de dolor y de recuerdos desgarradores; son ahora
heridas que sanan, señalando un futuro diferente de vida y esperanza.
También las heridas de personas torturadas son
parte de su historia,
pero al asumirlas de una manera diferente son
heridas que sanan.
Por eso, para cualquier proceso de
reconciliación los mejores agentes
son las personas que han experimentado un
camino de reconciliación.
Tomás, una vez
reconciliado, proclama: ¡Señor mío y
Dios mío!
Solo después del Prólogo (Jn 1,1), Jesús
resucitado es llamado Dios.
Recordemos que para los judíos, la prueba de
que Jesús debía morir
era que Él, no solo quebrantaba el sábado, sino que además decía
que Dios era su Padre,
haciéndose igual a Dios (Jn 5,18; cf. 10,33).
Finalmente, Jesús le dice
a Tomás: Tú crees porque has visto.
y, mirando al futuro, anuncia: ¡Felices los que creen sin haber visto!
Desde entonces, la comunidad de discípulos no
se reduce a los Doce,
que estaban reunidos en un lugar y en un
tiempo determinados.
En adelante, quienes hemos recibido el don de
la fe somos felices,
y también discípulos de Jesús aunque no le
hemos visto físicamente.
Felices si seguimos el
ejemplo del buen samaritano: ver a los
heridos
y abandonados en nuestros
caminos, compadecernos de ellos, curar
sus heridas, llevarlos a
la posada, cuidar de ellos… (Lc 10).
Felices si como el ciego de nacimiento decimos:
Creo, Señor (Jn 9).
Felices si confesamos como Marta: Sí, Señor, yo creo que tú eres
el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido a este mundo (Jn 11).J. Castillo A.
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