28º Domingo, Tiempo Ordinario, ciclo C
2Re 5,14-17 - 2Tim
2,8-13 -
Lc 17,11-19
Jesús no va a la capital de Jerusalén para buscar glorias mundanas,
sino
llevando en su corazón el sufrimiento de la gente de Galilea…
y
el desprecio y marginación que sufren los habitantes de Samaría…
Por
eso, al oír el grito de los diez leprosos, Jesús se detiene y los sana.
Jesús,
Maestro, ten compasión de nosotros
En esa época, los leprosos andaban
harapientos y vivían aislados.
Para
no contagiar a los demás gritaban: ¡Impuro,
impuro! (Lev 13).
Eran
personas excluidas, despreciadas, prácticamente muertas en vida.
Sin
embargo, diez leprosos viven juntos para sobrevivir,
y
también para mantener una remota esperanza de recuperar la salud.
Enterados
de la llegada de Jesús, estos leprosos van a su encuentro
y,
desde lejos, gritan: Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros.
Jesús
-que vino a salvar a las personas oprimidas- oye ese grito,
y
les manda presentarse a los sacerdotes. Mientras
van, quedan sanos.
Actualmente, al grito de los diez
leprosos debemos añadir:
-el
grito de los niños y jóvenes que
viven desorientados…
-el
grito de los campesinos e indígenas
privados de sus tierras…
-el
grito de los trabajadores explotados
con salarios miserables…
-el
grito de los enfermos de sida
excluidos de la vida familiar…
-el
grito de los ancianos marginados
porque no producen (DP, 31ss).
Son
personas concretas que sufren y demandan: justicia,
libertad,
respeto a los derechos fundamentales del
hombre y de los pueblos…
Se
trata de un clamor: creciente, impetuoso, amenazante (DP,
87ss).
Ante
este grito: ¿Podemos vivir encerrados en nuestra indiferencia?
¿Qué
nos impide comprometernos para solucionar esos sufrimientos...
y,
no solo solucionarlos en el acto, sino también destruir sus causas?
No
olvidemos que los gozos y esperanzas, las
tristezas y angustias…
sobre
todo de los pobres y de cuantos sufren,
son
también gozos y esperanzas, tristezas y angustias
de
los discípulos de Cristo (Concilio Vaticano II, GS, n.1).
Uno
de ellos, viéndose sano, vuelve alabando a Dios
Yo tengo un
corazón grande / me creció con privaciones /
me creció con
injusticias / me creció con sobrenombres.
Esta canción refleja muy bien la
situación del leproso samaritano,
que
por ser despreciado y considerado hereje tiene un corazón grande.
Al
ver que está sano, no sigue para presentarse a los sacerdotes,
él
es “extranjero y hereje” y no está obligado a cumplir aquellos ritos
relacionados
con la purificación… y el negocio del templo…
Es
por eso que vuelve lleno de alegría, su vida ha cambiado.
Ahora
bien, lo primero que hace es alabar a Dios en voz alta.
Cuánta
falta nos hace alabar a Dios, origen de la vida plena,
pues,
la gloria de Dios consiste en que el ser
humano tenga vida.
En
seguida, se postra a los pies de Jesús para agradecerle.
Agradecer
es reconocer que Jesús es el Hijo amado de Dios,
que
vino a este mundo para anunciar la Buena Noticia a los pobres.
Jesús
lo acoge y le dice: Levántate… vete… tu fe te ha salvado.
Animado
por estas palabras, el samaritano empieza un nuevo camino.
También nosotros alabemos a Dios como
hace la gente sencilla:
-Un
paralítico: Se levanta, toma su camilla y
se va a su casa
alabando
a Dios. Todos
maravillados daban gloria a Dios (Lc 5,25s).
-Cuando
Jesús resucita al hijo de una viuda: Todos alaban a Dios
diciendo: Un gran profeta ha surgido
entre nosotros
(Lc 7,16).
-A
una mujer encorvada: Jesús le impone las
manos,
y al instante ella se endereza y se pone a alabar a Dios (Lc 13,12s).
-El
ciego de Jericó: Al recobrar la vista,
sigue a Jesús y alaba a Dios.
Todo el pueblo, al ver esto, se pone a alabar a Dios (Lc 18,43).
Tengamos
presente que Eucaristía significa “acción de gracias”;
en
ella -como los diez leprosos- decimos a Jesús: Señor, ten piedad,
y le agradecemos porque vino a hacer el bien y a sanar a los enfermos.
Que
los “estipendios” no tengan apariencia de negocio (CIC, cn 947),
para
que la celebración Eucarística sea
de veras Acción de Gracias:
Te damos gracias, Dios y Padre nuestro,
por todas las cosas bellas que has hecho en el mundo
y por la alegría que has puesto en nuestros corazones.
Te damos gracias por esta
tierra tan hermosa que nos has dado,
por los hombres y las mujeres que la habitan,
y por habernos dado a cada uno de
nosotros el regalo de la vida.
De veras,
Señor, tú nos amas, eres bueno y haces maravillas.
J. Castillo A.
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