jueves, 5 de agosto de 2021

"Yo soy el pan de vida" (Domingo 8 de Agosto)

 1 Re, 19,4-8; Sal 33,2-9; Ef 4,30-5,2; Jn 6,41-51

He de confesar que cuando me veo en la necesidad de comentar textos como el discurso del pan de vida (Jn 6) me siento un tanto azorado; y me da que tal cosa les suele ocurrir a quienes, debido a la educación moralista recibida, tendemos como por inercia a extraer pistas de comportamiento de los pasajes evangélicos, considerando su mayor o menor valor sólo a partir de su funcionalidad moral. Es como si sólo nos interesase extraer pautas sobre qué quiere Dios que hagamos para ganar la vida eterna, minimizando lo que en estos textos se puede aprender sobre Dios y la condición humana.

El pasaje evangélico de hoy parece ser de esos que se prestan menos al consejo moralizante y más a la contemplación espiritual. De fondo está la discusión acerca de si Jesús es Dios o no lo es. Lo que el evangelista pretende es adentrarnos en el misterio de la persona de Jesús, incidir en la importancia de la fe en la Encarnación como condición indispensable para comprender el cristianismo e iniciarse en el seguimiento de Jesús.

A Jesús los judíos le critican porque lo consideran como un maestro o profeta entre muchos, pero no llegan a aceptar el misterio de su divinidad. Sólo conocen de él su origen terreno: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?” (Jn 6,42). 

La pretensión inaudita de Jesús, su insistencia en igualarse a Dios, les resulta escandalosa a los judíos; están dispuestos a transigir con un Jesús profeta de la misericordia pero se muestran reacios y hostiles a postrarse ante Él. Y mucho menos ante su presencia misteriosa en el Pan Eucarístico. Dios no puede caer tan bajo, piensan.

¿Es de cuerdos de arrodillarse ante el Sacramento Eucarístico? ¿Está Dios en el pan y el vino? ¡Escándalo también para el hombre contemporáneo! Es una suerte haber sido elegido por Dios para ser introducidos en este misterio del Dios humanado: “Nadie puede venir a mi, si no lo trae el Padre que me ha enviado” (Jn 6,44). Ninguno de nosotros celebraría la Eucaristía si Dios no nos llevara a ella; tampoco creeríamos en la divinidad de Jesús, ni en su presencia en el Sacramento, si él mismo no se nos hubiera revelado, porque “nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. (Mt,11,27; cf Mt 16,17).


¡Levántate, come! (1 Re 19,5)

Tres son los alimentos de los que habla san Juan en su evangelio: la voluntad del Padre (“Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” Jn 4,34), la Palabra de Dios ("Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él". Jn 14,23) y la Eucaristía (“Mi carne es verdadera comida” Jn 6,55), tres realidades tan íntimamente unidas entre sí que no pueden separarse y que cada domingo se actualizan para nosotros en la misa. Se trata de alimentar nuestra vida de fe.

Todos sabemos que una buena teoría sin práctica es fariseísmo, pero también es verdad que una práctica sin buena teoría que la discierna y alimente puede ser nefasta. Decía Sócrates que “una vida sin examen no tiene objeto vivirla”; también una vida cristiana sin inteligencia a la luz de la Palabra y sin el merecido disfrute de la celebración eucarística y los demás sacramentos carece de sentido y está abocada al fracaso.

El creyente necesita alimentar constantemente su espíritu y su inteligencia espiritual. Sin ese ejercicio de manducación (rumia de la Palabra) se le hace imposible el Camino y tiende a caer en el desánimo y la desesperación.

Ésa fue la situación a la que llegó Elías en el desierto cuando huía de la reina Jezabel; llegado un punto su interioridad pierde fuerza y confiesa su abatimiento: “Basta ya, Señor, quítame la vida” (1 Re 19,4). Pero aunque el sentimiento de abandono de Dios abata a la persona, la revelación deja entender que Dios no la abandona nunca. Podemos verlo en cómo restaura las fuerzas de Elías ofreciéndole pan y diciéndole: "Levántate, come, que el camino es superior a tus fuerzas" (1 Re 19,5).

Son numerosos los textos evangélicos que contienen una invitación a levantarse. ¡Levántate! Así invitaba Jesús al paralítico que le llevan para ser curado (Lc 5,24), al hombre que tenía la mano seca (Lc 6,8), al ciego Bartimeo (Mc 10,49), al difunto hijo de una viuda (Lc 7,12), al leproso agradecido de su curación (Lc 17,19) o a la fallecida hija de Jairo (Mc 5,41). ¡Levántate!

Cuando una persona acude a Jesús en situación de abatimiento Jesús le da ánimos, alienta su caminar, infunde fuerzas a su espíritu. Hay en este hombre de Nazaret una personalidad excepcional que va más allá de las palabras, un poder que trasciende lo humano, hay en él una fuerza que no es de los hombres sino de Dios.


Espiritualidad eucarística

Hoy puedes aprovechar tu oración para afianzar la fe en Jesucristo, "pan vivo que ha bajado del cielo". Para ello basta que releas el texto subrayando alguna de sus frases, poniendo luego sin prisas tu mirada en cada subrayado y repitiendo interiormente el texto elegido: “Yo soy el pan bajado del cielo” … “Nadie pude venir a mi si no lo trae el Padre que me ha enviado” … “Yo lo resucitaré en el último día” … “El que cree tiene vida eterna” … “Yo soy el pan de la vida” … “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” ( Jn 6, 41.44.47.48.51).

Más allá de su alto contenido espiritual, o precisamente por ello, el mensaje del evangelio invita hoy a la radicalidad en la entrega. Jesús es el pan que se da para la salvación del mundo. ¿Qué pasos concretos tengo que dar en mi vida para seguir a Jesús? Es la pregunta que dirigieron varios oyentes al Bautista (Lc 3,10-14), la misma que el joven rico hizo a Jesús (Lc 18,18). ¿Qué tengo de hacer?

La respuesta es tan complicada y tan simple como lo es el signo del pan. Puesto en la mesa tiene como función el servir de alimento para los comensales, sin ese pan morirían. El destino del pan es ser engullido, desaparecer para que otros sigan viviendo. Ese mismo fue el destino de Jesús: morir para dar vida. Y ese es el Camino cristiano: ser pan con Cristo, hacerse Eucaristía con Él, darse como alimento a los demás.

Contemplar a Jesús como pan de vida, celebrar la misa y comulgar con Cristo es, pues, un deleite porque comemos un alimento inmerecido, y una responsabilidad porque al participar del “cuerpo de Cristo” nos hacemos uno con él y aceptamos el seguirle en su destino de amor.

La carta de san Pablo a los Efesios (4,30-5,2), proclamada también hoy, concreta más el amor cristiano: “Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo”.

Se describen en este texto dos modos de enfocar la existencia muy distintos y opuestos: el primero, repudiado por el evangelio, viene dado por el deseo de imponerse a los demás, y conduce a la amargura, la violencia y la maldad, a la excomunión con Cristo y la muerte; el segundo, acorde a las enseñanzas de Jesús, invita a la comprensión y el perdón mutuo, y lleva a la felicidad, la comunión con Cristo y la vida.

Hay que elegir. Vivir en comunión, comulgar con Cristo en el amor o darle de lado arrojándonos al fango del mundo. Para esto último basta con dejarnos llevar por la corriente de las pasiones -ira, gula, soberbia, lujuria, avaricia, pereza, envidia-, tan humanas que en cierto modo incluso las consideramos justificables. Pero si queremos seguir los pasos de Jesús podemos hacerlo. Y no estamos solos para ello. A Elías le socorre Dios: “Se levantó Elías, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches, hasta el Horeb, el monte de Dios” (1 Re 19,8).

La Iglesia, desde antiguo, ha visto en la comida ofrecida a Elías una imagen de la Eucaristía. En ayuda nuestra viene nuestro Señor Jesucristo, Palabra y Pan de Vida. Con Él podemos ser “imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor” (Ef 5,1-2). Con Él. Sin Él lo veo difícil, por no decir imposible.

Casto Acedo Gómez. Agosto 2021paduamerida@gmail.com.

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