viernes, 30 de julio de 2021

La obra que Dios quiere (1 de Agosto)

 

Cuando la Iglesia de España gozaba de poder e influencia social no le faltaban acólitos que se arrimaran a ella en busca de beneficios que iban más allá de lo religioso. 

Hoy los tiempos han cambiado, y la Iglesia no goza de aquella alta apreciación por parte de la sociedad española. El fenómeno de la secularización, con las secuelas del ateísmo e indiferentismo religioso, y el añadido de los escándalos morales relacionados con la economía y la pederastia, han colocado a la Iglesia entre las instituciones menos valoradas. A causa de esto, son muchos los advenedizos de antes que ahora han desertado de  las filas de la institución. 

¿Motivos para el desánimo? Tal vez; pero más bien deberíamos extraer motivos para la reflexión y la esperanza. El Concilio Vaticano II al promover la separación entre la Iglesia y los poderes fácticos sentó las bases para una reforma de fondo. El primer paso es el desmonte de todo lo viejo, de lo superficial, para poder ver lo podrido que hay en el edificio y subsanarlo debidamente.

Todo proceso de purificación exige el despojo de lo superfluo. Es condición necesaria ir ligero de equipaje para salir de Egipto y adentrase en el desierto. Allí, en la purificación de la travesía, vive el creyente “la noche” del dolor y del vacío; y ahí  surgen las preguntas más angustiosas: ¿Por qué nos haces pasar por esto? ¿Nos has traído a este desierto para hacernos morir de hambre y sed? (cf Ex 16,2). Detrás de estas preguntas se esconde un problema de fe que puede conducir a la pérdida total de la misma y la consiguiente desesperación, o bien servir de punto de partida para una necesaria depuración.

Cuando Dios quiere purificar a su pueblo, cuando quiere que recupere la intensidad del amor primero, lo lleva al desierto. Eso hace cuando nos introduce en terreno hostil. En la soledad, el silencio y la carestía, tenemos la oportunidad de reconocer la locura que ha supuesto alejarse de Dios y de poder recuperar la cordura volviendo la vista a la providencia divina.    

Cuando pones  tu fe en Dios, él te colma de bendiciones; o en palabras evangélicas: cuando buscas el Reino de Dios, todo lo demás se te da por añadidura (cf Mt 6,33). 



La obra que Dios quiere es que creáis (Jn 6,29).

Me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros” (Jn 6,26). Jesús conoce el corazón del hombre, sabe de su infantilismo por el que tiende a buscar el placer sin esfuerzo, la satisfacción sin mortificación. Y en su dimensión religiosa esta tendencia le inclina a inventarse un dios funcional: Dios en función de mis necesidades. 

Jesús sabe de esto, y  previene: no ha venido a darnos de comer sino a enseñarnos a compartir; no consiste el Reino en servirse de Dios sino en servirle. “Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre” (Jn 6,27).

Jesús aclara que el sentido último de la vida no está en el consumismo; ni siquiera en el consumismo espiritual; una lección que no conviene olvidar: ¿Qué alimento perece? Nuestras utilidades, nuestros intereses particulares, incluso nuestras prácticas piadosas ejercidas como inversión. ¿Qué es lo que perdura? La presencia de Dios, que es eterno. Creer no es, por tanto, un negocio  que espera obtener beneficios, aunque éstos existan, sino un abandono en brazos de Jesús, porque Él es el alimento que perdura para la vida eterna.

Tal vez hayamos caído ingenuamente en la trampa de definir nuestra identidad cristiana con una vaga referencia al mandamiento del amor: ser un buen cristiano es amar, obrar el bien, ayudar al necesitado, etc… palabras fáciles y hermosas que también definen al buen musulmán, al buen judío, budista o hindú. Con la reducción moral del cristianismo -ser cristiano es “obrar el bien”-  hemos desdibujado la identidad propia de nuestra religión. De la confesión verdadera "Dios es amor" nos hemos desplazado sutilmente a otra que es falsa: "el amor es Dios". Dios no es una cualidad del ser, sino el Ser mismo, el que sostiene todo.

El evangelio, sin negar la centralidad del amor para la vida del cristiano, nos pone en guardia ante el riesgo de querer vivir un cristianismo sin Cristo. Los que le buscaban dijeron: “¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios? (Jn 6,28). Y Jesús no les contestó “¡hay que ser buenos!”, sino algo más profundo y sorprendente: “la obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado”. Palabras que suenan un tanto extrañas a nuestra religiosidad funcional y práctica, pero que revelan el meollo de la identidad cristiana: ser cristiano es ante todo creer en Jesucristo, creer que es el Hijo de Dios, Dios encarnado; lo que el Padre quiere es que pongas a Jesús en el centro de tu vida, que seas un apasionado de su persona; el amor cristiano brota de la fe en el misterio que es Jesús.
 
La moral cristiana no nace de una imposición legal (mandamientos), ni de un simple altruismo (termina uno por cansarse de ayudar al prójimo cuando no hay reciprocidad); tampoco es producto de una empatía  recíproca (“no quieras para los demás lo que no quieres para ti”, ¿no es un poco egoísta esta motivación?); la moral cristiana tiene su fuente en la fe; quien es cristiano es ante todo quien cree en la persona divina-humana de Jesús.


El verdadero y único sentido de la vida

“Yo soy el pan de vida. El que viene a mi no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás” (Jn 6,35). Hay un pan material, como el maná que los israelitas recibieron en el desierto (Ex 16,12-15); pero ese pan es sólo un anuncio, un adelanto, del pan espiritual que es Jesús. El pan material es necesario para la vida; pero no basta.
 
La experiencia nos dice que el hombre, amén de pan, además de cuidados para el cuerpo, necesita también cuidados y alimentos espirituales que mantengan animosa su vida. Y ahí es donde entra en juego la fe, sea ésta religiosa o simplemente espiritual. Mientras necesitamos alimentos para sostener el cuerpo solemos vivir buscándolo desesperadamente con el trabajo o recurriendo a la suerte, la magia o la religión para conseguirlo. Y
 cuando estamos saciados  de lo material -como ocurre en las sociedades desarrolladas y capitalistas- tendemos a la soberbia de la opulencia y el derroche. Descubro entonces que el pan no lo es todo, lo cual supone haber descubierto que mi cuerpo no es todo mi yo. Me doy cuenta de que, a pesar de tener cubiertas las necesidades materiales,  no soy feliz.
 
La sola satisfacción del cuerpo hastía. Eso le ocurrió a los israelitas, que en su travesía del desierto acabaron por aburrir el maná que tanto apetecieron en un primer momento: “Nos da nauseas ese pan sin sustancia” (Núm 21,5). ¡Qué hermosa descripción de la vida cuando cae en el sinsentido! La rutina de la eterna repetición de lo mismo, sin un principio (alfa) y un fin (omega), provoca el hastío, la depresión, la muerte interior. Harto de todo lo deseable materialmente, la persona sigue insatisfecha.

Y es ahí donde enraíza la importancia vital de la fe. “No fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo”. ... Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. … Yo soy el plan vivo bajado del cielo, el que come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,32.48.51). Sin Jesús todo se dispersa y pierde sentido, con Él como eje, todo se unifica; placer y dolor, alegría y tristeza, hambre y saciedad, pasan a segundo plano. Como dice el salmo 22: "Nada temo".

 
* * *
"No sólo de pan vive el hombre"(Lc 4,4). El hombre necesita también del cariño, de la ternura, de la comprensión, del sentido de las cosas, del amor. Leche y miel. No basta la leche, también la dulzura es imprescindible para el desarrollo de la persona. La fe sostiene el ritmo de la vida. El creyente, tan débil y limitado en su naturaleza como el no creyente, se puede sentir orgulloso del plus de haberes y posibilidades que le ofrece la fe de cara a una vida material y espiritualmente plena. La fe es el punto de apoyo que necesita la palanca de la vida para desarrollar sus potencialidades (cfd Lc 17,6).
 
Siguiendo a Jesús, poniendo su fe en Él, son muchos los que han realizado grandes obras en medio de grandes dificultades sin perder ellos mismos la esperanza. Muchos se han acercado con fe a la Eucaristía, han comulgado con la Palabra y con el Pan de la vida. Han comprendido que con la venida de Jesús el Padre “hizo llover sobre ellos maná y les dio pan del cielo”

La clave para edificar la Iglesia del futuro, ¿no estará en redescubrir la fe en Jesús como Hijo de Dios? El retorno a Jesús, y no nuestras débiles obras de amor, son la clave de la renovación de la vida y de la Iglesia;  por eso es un motivo de esperanza  la importancia que ha adquirido el estudio de la cristología y la contemplación de la persona de Jesús en la vida de los cristianos.

Si miras con delectación tu ombligo, o con envidia los ombligos ajenos, ¡despierta! El único que te puede saciar con su mirada es Jesús. "Mira que te mira" (Santa Teresa) y pon tu fe en su mirada de amor. "La obra de Dios (opus Dei) es esta: que creáis en el que él ha enviado" (Jn 5,29)

Casto Acedo Gómez. Agosto 2021paduamerida@gmail.com.

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